Ayer 125/2022 (1): 49-74
Sección: Dosier
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2022
ISSN: 1134-2277
DOI: 10.55509/ayer/125-2022-03
© Ivana Frasquet
Recibido: 04-03-2019 | Aceptado: 10-01-2020
Editado bajo licencia CC Attribution-NoDerivatives 4.0 License

El Trienio Liberal mexicano. Constitución, federalismo y propiedad, 1821-1823*

Ivana Frasquet

Universitat de Valéncia
ivana.frasquet@uv.es

Resumen: Este trabajo aborda los primeros años de formación del México independiente coincidentes con los del Trienio Liberal en España. En él se muestra cómo los proyectos políticos y legislaciones fueron muchas veces compartidos en ambos espacios más allá de sus marcos nacionales en construcción. En este caso, se analizan la importancia de la Constitución de Cádiz, la concepción soberana de los poderes locales y provinciales o la influencia de los decretos de las Cortes en materia de desvinculación y desamortización. También cómo esa cultura política compartida se adaptó a una realidad diferente como la mexicana, resultando en la consolidación de un sistema constitucional y federal.

Palabras clave: Trienio Liberal, independencia de México, federalismo, Constitución de Cádiz.

Abstract: The first years of state formation in an independent Mexico coincided with those of Liberal Triennium in Spain. This work shows how political projects and legislation were often shared in both spaces and went beyond each separate national framework, which were then under construction. The analysis will focus on the importance of the Constitution of Cadiz, the sovereign conception of the local and provincial powers and the influence of the decrees of the Cortes with respect to the suppression and disentailment of seigneurial and clerical property. In addition, it analyses how a shared political culture was adapted to a different reality like the Mexican one, resulting in the consolidation of a constitutional and federal system.

Keywords: Liberal Triennium, Mexican independence, federalism, Constitution of Cadiz.

«La independencia y la libertad de México creo yo que se defienden hoy en los campos de Castilla, y que nuestros intereses son en cierta manera, ahora muy semejantes a los de España»
Lucas Alamán 1.

Las palabras que encabezan este texto las pronunciaba Lucas Alamán —antiguo diputado novohispano en las Cortes de Madrid de 1821-1822—, como secretario del Despacho de Relaciones de México, en un debate acerca del recibimiento de los comisionados del Gobierno español y las propuestas que se debían tratar con ellos. El dictamen se discutía en el Congreso mexicano en la sesión de 13 de mayo de 1823.

Mucho era lo acontecido hasta entonces y en muy poco tiempo. México había declarado su independencia en septiembre de 1821, proclamándose como un imperio constitucional sobre las bases fundamentales del Plan de Iguala, los Tratados de Córdoba y la Constitución gaditana de 1812. Pocos meses después, en febrero de 1822, se reunía por primera vez un Congreso constituyente y para mayo de ese mismo año, Agustín de Iturbide, líder del ejército que había luchado contra los insurgentes y presidente de la regencia, era coronado emperador constitucional. En menos de un año, en marzo de 1823, el emperador fue obligado a abdicar la corona y el Congreso mexicano —restaurado tras la breve etapa de la junta instituyente— declaraba insubsistentes las bases fundamentales 2. Es en ese momento, y pocos días antes de que se apruebe el Proyecto de bases para la República federativa, cuando tiene lugar esta intervención.

Lo interesante no es tanto el resultado del dictamen aprobado en el Congreso, sino la percepción que los diputados mexicanos tenían de que el destino de México, incluso tras la independencia, permanecía ligado al de la España peninsular. «Es preciso no perder de vista que la España sostiene hoy una lucha en que somos tan interesados como ella», insistía el voto particular de la mitad de los miembros de la comisión que había presentado el asunto para su discusión 3. En esta fecha ya era conocida la invasión de la Península por parte del ejército francés al mando del duque de Angulema, apoyado por la Santa Alianza. El régimen constitucional español estaba a punto de convertirse en un trienio, sin apenas tiempo para consumar la transformación liberal que se había propuesto.

Los mexicanos, partícipes de esos cambios en un primer momento (entre 1820 y 1821), consumaron después la separación política de la monarquía española, pero siendo conscientes de que lo que estaba en juego —un México libre, independiente y soberano— no quedaba, en ese contexto, exclusivamente en sus manos. O por decirlo de otra manera, no era una cuestión únicamente «nacional». Y ello era así porque conocían que los lazos familiares, comerciales, culturales y políticos no podían ser arrancados sin más después de la proclamación del acta de independencia, y porque lo que estaba en disputa en esa lucha no era solo la construcción de la nación mexicana, sino el triunfo de la revolución frente a la reacción. De ahí el sentido de las palabras de Alamán: si España caía víctima de la intervención de las potencias restauracionistas europeas y Fernando VII regresaba al trono como rey absoluto, no cabía duda de que intentaría recobrar su dominio sobre América. Lo que no sabían entonces los mexicanos era que el papel mediador e interesado de Gran Bretaña impediría que eso sucediera y que el absolutismo nunca volvería a ser el mismo, por más que Fernando VII se empeñara.

De este modo, los diputados mexicanos de 1823 entendieron muy bien el sentido transnacional de su revolución, por así decirlo. Su nación, la mexicana, estaba en construcción y su identidad política se formaba paralelamente a la cultural y colectiva de americanos que luchaba por desgajarse de la, hasta entonces, más global de españoles-americanos. Por ello, porque las naciones —en el sentido político de identificación con el Estado— serán el resultado de todo el proceso y no su origen, y todavía están en construcción en esos momentos 4 —tanto las americanas como la española—, es por lo que es posible abordar el periodo de gestación del Estado-nación mexicano desde planteamientos más integrales.

A este respecto, algunos autores han señalado la contradicción aparente que puede existir en la formación liberal de los Estados-nación soberanos cuya génesis es atravesada por fenómenos transnacionales 5. Sin embargo, resulta evidente que, por más que Alamán y otros diputados articularan su discurso en torno a la creación de una nación mexicana, libre y soberana, no podían, de la noche a la mañana, elidir las implicaciones globales que la propia construcción nacional tenía en ese momento 6. Es decir, convendría tener presente que las transferencias de ideas y praxis políticas, circulación de personas y contactos económicos y culturales entre espacios y regiones, ayudaron a la configuración de los Estados-nación desde una interpretación menos nacional de la que hasta ahora se ha podido plantear. En este sentido, el primer liberalismo —como ha indicado Juan Luis Simal— fue un fenómeno de intensos rasgos transnacionales. Era en nombre de la libertad y de la independencia, de la lucha contra el Antiguo Régimen, que se afianzaba un proyecto político de nación que solo tenía cabida en un sistema representativo. Como señalaría José María Luis Mora años después para el caso de México, en el Antiguo Régimen no podía existir un espíritu nacional porque los individuos se identificaban más con su corporación que con la nación 7.

Debía darse el paso hacia la configuración de un Estado-nación con presupuestos liberales y constitucionales. Por ello, fue a partir de las características compartidas que ese proyecto emancipador y revolucionario tuvo en el contexto de disolución de la monarquía hispánica —y concretamente entre los años 1820 y 1824— que México y España se convirtieron en dos espacios de gestación y transmisión de la cultura política del primer liberalismo, que interactuaron y se interconectaron más allá de lo que inicialmente fue el origen del proceso revolucionario. Con ello me refiero a que, si bien la revolución alumbró dos Estados-nación diferentes, el proyecto político inicial fue compartido, al menos entre 1820 y la formal declaración de independencia de septiembre de 1821 y, se podría decir, hasta la aprobación del acta constitutiva federal en enero de 1824. En este sentido, ambas naciones estuvieron fuertemente conectadas por la aplicación de una legislación con la misma inspiración liberal durante este trienio en el que México transitó por, al menos, tres formas de gobierno diferentes. Esto supone admitir que el primer liberalismo, a pesar de su pretensión de construir naciones, se gestó en un intercambio profundo de teoría y praxis políticas que, lejos de compartimentar los espacios políticos en marcos nacionales, se retroalimentó a través de complejas dinámicas de interacción. Pero también que no estuvo asociado a una determinada forma de gobierno y que pudo desarrollarse bajo formas monárquicas o republicanas indistintamente.

Este artículo pretende abordar algunas de esas transferencias y circulaciones de proyectos políticos y legislaciones que estuvieron en la génesis de la construcción del Estado-nación mexicano a partir del momento inicial que supuso el Trienio Liberal. Pero ello sin olvidar que se trató de un proceso revolucionario integral y compartido, iniciado en el seno de la misma monarquía hispánica y atravesado, literalmente, por las declaraciones de independencia que la dividieron en tantas partes como Estados-nación resultaron de su desmembración 8.

Aunque el mar las separe, la Constitución las une 9

El 31 de mayo de 1820 juraron la Constitución doceañista el ayuntamiento, la real audiencia y el virrey de México. Las noticias sobre el pronunciamiento liberal de enero y la reunión de una Junta Provisional Consultiva en Madrid habían llegado a México a finales de abril de ese mismo año. Es más, algunos territorios no esperaron a la proclamación oficial por parte del virrey, sino que prestaron el juramento en cuanto conocieron lo sucedido en la Península, como Yucatán, que se apresuró a hacerlo el 26 de abril.

La Constitución de 1812 había sido restaurada en la monarquía hispánica y Fernando VII la había jurado el 9 de marzo de 1820, abriendo un proceso de convocatoria de Cortes que se explicitó en el decreto de 22 del mismo mes. A partir de entonces, la puesta en marcha de los mecanismos constitucionales de la cultura política doceañista fue imparable. Las Cortes se inauguraron el 9 de julio y albergaron en su seno a diputados americanos, entre ellos los mexicanos, que plantearon una serie de conocidas propuestas políticas para integrar constitucionalmente su territorio a la monarquía 10. Y aquí reside una de las premisas más relevantes para este estudio: el desarrollo constitucional del nuevo Estado mexicano a partir de la independencia y su vinculación con una cultura política compartida, la del liberalismo doceañista, durante el trienio 1821-1824.

Por esta razón, una de las cuestiones fundamentales en la construcción del Estado mexicano independiente, basada en lo dispuesto al respecto en la Constitución de Cádiz, fue la organización política y administrativa del territorio. Esta, indefectiblemente, estuvo ligada a la representación y la soberanía como aspectos nodales en la configuración del constitucionalismo y tuvo en la formación de los poderes locales y provinciales su máxima expresión durante este periodo. La historiografía especializada ha estudiado con profundidad estas instituciones y la capacidad de ordenación política y social que tuvieron para organizar autónomamente el territorio 11.

Al inicio del nuevo periodo constitucional, ya en las Cortes de Madrid, los diputados mexicanos plantearon uno de los debates más importantes en torno a la concepción de la soberanía y la representación. En él insistían en la capacidad soberana de las diputaciones provinciales, dado que el proceso electoral mediante el que se elegían formaba parte del sistema indirecto en tres niveles a través del cual se escogía a los diputados de la representación nacional. Es decir, la legitimidad que se le concedía al sistema de elección del poder legislativo, las Cortes, se vinculaba a la capacidad soberana de los individuos del cuerpo legal que ejercían el sufragio. En este sentido, la representación proporcional garantizaba la igualdad de los territorios pertenecientes a la nación y vertebraba la soberanía desde los individuos hasta la nación. Por ello, en las Cortes del Trienio, un diputado mexicano utilizó el argumento demográfico para garantizar la igualdad soberana mediante el sistema de sufragio indirecto en niveles y dotar así a las diputaciones provinciales de soberanía 12. Esta cuestión supuso también una de las grandes transformaciones ligadas al tema de la representación y la soberanía, pues el hecho de que se vinculara el ejercicio de esta al número de habitantes y a la extensión de territorio que ocupaban suponía —en teoría— acabar drásticamente con los privilegios corporativos y las jerarquías territoriales que habían operado durante la colonia y sentaba un principio plenamente representativo. Es decir, la soberanía que reclamaban los diputados se reconstruía a partir de la idea de la nación como sujeto soberano y se descentralizaba desde allí por la imputación original al individuo de este poder 13.

Por ello, que los diputados mexicanos plantearan en las Cortes que las diputaciones tenían capacidad de representación venía a cuestionar la existencia de una sola soberanía, la de la nación. La cuestión era que la soberanía, tal y como había sido entendida en Cádiz, no residía en las Cortes, sino en el más abstracto concepto de nación. Y por esa misma razón era única, no podía dividirse ni existir en otros cuerpos representativos, como las diputaciones. Pero los novohispanos, conscientes de la inmensidad del territorio que debía ser gobernado, concibieron el poder provincial de otra manera, con mucha más capacidad de autogobierno, apuntando ya a un federalismo temprano y bastante inquietante para el resto de los diputados. Las provincias se habían configurado a partir de las antiguas intendencias y aunque físicamente el territorio coincidía con las viejas demarcaciones administrativas de la colonia, la dipu­tación provincial lo dotaba de un significado diferente. De esta forma, las diputaciones —con sus atribuciones liberales y su naturaleza electiva— vinieron a institucionalizar una nueva territorialidad, a pesar de que operaran sobre los mismos espacios de las intendencias 14. En cualquier caso, la coincidencia del territorio de las antiguas intendencias con las nuevas diputaciones nunca fue exacta, y menos a partir del decreto de 8 de mayo de 1821 en el que el número de estas últimas no dejó de crecer durante todo el trienio mexicano, pasando de las catorce establecidas a partir del decreto a dieciocho en 1822 y veintitrés en 1823 15.

A partir de la proclamación del acta de independencia los diputados mexicanos enfrentarán similares problemas, pues al permanecer vigente la Constitución de 1812, la concepción autonomista de la soberanía provincial tendrá que sobrevivir en un contexto igualmente monárquico, el del imperio de Iturbide. A pesar de ello, la concepción soberana de las diputaciones se mantuvo durante la etapa imperial y fue el acicate para que las provincias se opusieran a los planes centralizadores de Agustín de Iturbide. La idea de que los diputados de las provincias eran elegidos mediante un sistema que les otorgaba capacidad soberana se mantendrá y será la base para la configuración del federalismo a partir de finales de 1823 y la proclamación del acta federal en enero de 1824. Para ello, no solo debió sobrevivir el «espíritu de provincialismo» que los diputados peninsulares habían denunciado en las Cortes madrileñas, sino que había de eliminarse el principal escollo, la monarquía. Sin emperador y con las diputaciones provinciales ejerciendo el poder soberano, México transitó hacia una república federal con las mismas bases legislativas que había aprobado el Congreso constituyente y con la propia Constitución de 1812. Es decir, la concepción soberana de las provincias impuso el federalismo que, a su vez, tuvo que «republicanizarse» para subsistir. Dicho de otro modo, los mexicanos fueron federales porque habían sido gaditanos y republicanos porque lo necesitaban para ser federales.

Ayuntamientos y diputaciones en el México independiente

A partir del restablecimiento de la Constitución de Cádiz en 1820, México comenzó a plagarse de ayuntamientos constitucionales que no necesitaban de más reglamento que la vigencia del código para erigirse. Como es sabido, los ayuntamientos fueron investidos por la Constitución de 1812 de unas atribuciones que incluían la capacidad de recaudar rentas y de organizar la fuerza armada miliciana para defender los municipios. En el nivel provincial, también las diputaciones aglutinaron las antiguas competencias de las intendencias, simplificadas en cuatro grandes ramos: justicia, policía, hacienda y guerra. La gran diferencia al respecto con el periodo virreinal residió en la soberanía y la representación, pues, como ya se ha dicho, la naturaleza electiva de estas instituciones generó grandes debates en las Cortes de Madrid entre americanos y peninsulares.

En México, las diputaciones provinciales erigieron una nueva jerarquía territorial en la que los ayuntamientos se convirtieron en la base del sistema administrativo, mientras ellas se situaban a la cabeza del gobierno provincial junto a los jefes políticos. Sin embargo, este esquema no estuvo exento de disputas, por cuanto los ayuntamientos se establecieron de manera inmediata y muchas veces bastante tiempo antes que las diputaciones a las que luego quedarían supeditados. El artículo constitucional que permitía la formación de ayuntamientos en las localidades con mil almas había roto las estructuras territoriales de la colonia y auspició la proliferación de estos poderes locales que comenzaron a crecer sin control. Además —como ha estudiado José Antonio Serrano— 16, las competencias y capacidad de gestión y gasto que se atribuyeron los ayuntamientos generaron serios conflictos en el interior de las provincias, pues, una vez establecidas las diputaciones, enfrentaron a la clase política regional con la de los pueblos. Estos enfrentamientos fueron, en ocasiones, bastante enconados, pues, mientras las dipu­taciones aún no se habían instalado, los alcaldes actuaron asumiendo más competencias de las que les atribuía la Constitución. Las diputaciones se quejaban de que, en algunos casos, los alcaldes se habían arrogado las capacidades de los jefes políticos y actuaban como tales. Los ejemplos pueden encontrarse en distintas regiones como Guanajuato, Puebla, San Luis Potosí, Michoacán o este de Oaxaca de 1822, en el que la diputación se quejaba de que el ayuntamiento

«malversando los fondos de propios y arbitrios, y faltando a lo prevenido por el art. 322 de la Constitución española, no se respetaba en ella la facultad que la concede el art. 10 cap. 2 del decreto de 23 de junio, cita a más otros hechos con que la ha agraviado el alcalde primero que hace actualmente las veces de jefe político» 17.

No era el único caso. En San Luis Potosí el ayuntamiento capitalino desconocía la autoridad del jefe político de la diputación porque esta había sido instalada sin esperar a los representantes de Guanajuato. Ambos territorios tenían derecho a reunir una dipu­tación según la instrucción sancionada por las Cortes de Cádiz en 1813 para el arreglo del gobierno administrativo y político de las provincias. Por ello, el alcalde de la capital aducía la ilegitimidad con la que la diputación se había formado sin que concurrieran a ella los diputados elegidos por Guanajuato y, por ende, la nula autoridad que le otorgaban a quien se había erigido como jefe político de la misma. El ayuntamiento fue tratado de cuerpo «díscolo, altanero e inconstitucional», de faltar a la autoridad superior y de arrollar el mandato de «la ley fundamental de ambos hemisferios» 18. Sin embargo, el cabildo no se arredró y el alcalde respondió que el jefe político no había cumplido con su obligación de jurar la Constitución 19 y que tributaría el «respeto y subordinación que se merece» cuando la diputación quedara instalada con la legitimidad necesaria. El conflicto se resolvió definitivamente cuando los vocales de Guanajuato llegaron para incorporarse a la diputación provincial. Solo entonces el ayuntamiento constitucional reconoció a la diputación como cuerpo legítimo provincial 20.

Como vemos, y al igual que sucedió en la Península, la organización administrativa del territorio en el proceso de configuración del nuevo Estado-nación suponía una alteración del orden político y social tradicional, en tanto que el sistema de recaudación de rentas pasaba a ser competencia de los nuevos órganos políticos locales y provinciales 21. Las recientes investigaciones sobre el tema de la fiscalidad y la hacienda durante la guerra de independencia en México han demostrado que el conflicto bélico destruyó las estructuras virreinales de recaudación de impuestos. Esto es, que la caja matriz de México dejó de recibir los caudales de las cajas regionales tal y como funcionaba durante la etapa colonial. De este modo, las provincias comenzaron a gestionar sus propios fondos para la defensa del territorio y desarrollaron un sentido de autonomía que facilitaría la adopción del federalismo 22.

Debido a los conflictos surgidos con los poderes locales, en algunas regiones el ayuntamiento capitalino, la diputación provincial y el jefe político intentaron reducir el número de corporaciones municipales que habían surgido dispersas en el territorio de la provincia a raíz de la aplicación literal de los artículos constitucionales dedicados a la formación del poder local. Ello supuso una estrategia de centralización política y administrativa que se inició en 1822 y que se ampliaría a partir de la formación de la república federativa en 1824. Es decir, contrariamente a lo que hasta ahora se ha venido sustentando, la Constitución de 1812 aplicada a México no resultó en una recentralización de los poderes locales y provinciales, sino todo lo contrario. Y ello fue debido, en parte, a la concepción autonomista que los mexicanos les habían otorgado a las diputaciones, al entender que eran soberanas. En ellas estaba el germen del federalismo que, como ya se ha dicho, pugnó durante todo este periodo con el poder imperial y la vigencia de la Constitución monárquica 23.

La crisis abierta con la abdicación del emperador en marzo de 1823 y la proclamación del plan de Casa Mata supuso otro espaldarazo a la actuación autónoma de las diputaciones provinciales, que se autoproclamaron como los poderes superiores gubernativos en las regiones. Ese mismo verano, México abolió las bases fundamentales del imperio (el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba) y las provincias asumieron todo el poder político y gubernativo con la transformación de las diputaciones en congresos legislativos. El paso al federalismo estaba franco.

El problema de la propiedad: desvincular y desamortizar

Durante el Trienio Liberal se recuperó la obra jurídica de la etapa gaditana, se completó y desarrolló, pero también se incorporaron novedades en materia de desvinculaciones o reforma religiosa. Por ello, las reformas financieras y económicas aparecen estrechamente conectadas con las religiosas. Al fin y al cabo, la Iglesia concentraba una buena parte de la propiedad de la tierra, y aunque durante este periodo no se produjo la desamortización de sus bienes de manera generalizada, sí hubo intentos al respecto. Resultó este un tema bastante complejo, por un lado, porque en un inmenso espacio territorial como había sido el virreinato de Nueva España convivían múltiples formas de apropiación y jurisdicción de la tierra en donde se mezclaban prácticas diversas, y, por otro, porque la adopción del liberalismo gaditano en la primera etapa y su paso a la república federal a partir de 1824 convirtió a los estados federados en los gestores de la propiedad en el interior de sus fronteras y las soluciones aquí fueron también diversas.

Como en otros estados liberales en construcción, la idea inicial de establecer una república de individuos propietarios atacaba directamente al corazón de la propiedad comunal y corporativa. En este punto, la distancia entre el pensamiento liberal y el ilustrado era patente. Si bien es cierto que, en muchos casos, la realidad acabó imponiéndose y los gobiernos tuvieron que aceptar distintas formas de distribución y arrendamiento de las tierras de comunidad ante la imposibilidad de los campesinos de mantenerlas en régimen de propiedad privada 24. A pesar de ello, para el caso de México, los primeros legisladores abordaron con cierto entusiasmo la nacionalización del territorio, aprobando una serie de decretos cuya aplicación fue desigual en cada estado una vez adoptado el federalismo.

En este sentido, la influencia de la legislación durante los años del Trienio también se dejó sentir en las cuestiones relativas a la jurisdicción y propiedad de las tierras. En agosto de 1820 el ayuntamiento de la ciudad de México recibía de manos del virrey conde del Venadito una real orden de Fernando VII en la que se refrendaban los Decretos de 6 de agosto de 1811 y 19 de julio de 1813. En ella se establecía que, de acuerdo con el nuevo sistema constitucional, los «señoríos jurisdiccionales» quedaban incorporados a la nación y abolidos todos los privilegios conforme a los decretos mencionados 25. En consecuencia, algunos pueblos se negaron a seguir pagando los censos y cargas fiscales asociadas a la tierra, como el de Toluca, que pertenecía a la jurisdicción del marquesado del Valle. En este pueblo el ayuntamiento había mandado suspender el pago de los censos enfitéuticos alegando que él era el dueño del suelo y por ello, como denunciaba el administrador del fundo, se había «echado sobre la cobranza de la plaza». De esta forma, el ayuntamiento asumió el cobro de los pagos y se resistió a devolver las rentas que había empezado a gestionar a pesar de las insistentes reclamaciones de la diputación provincial 26. En este caso, la diputación provincial concedió al marquesado la continuidad del cobro de sus cánones, aunque el cabildo de Toluca siguió resistiéndose a los mismos. Esto demuestra que el regreso al sistema constitucional en 1820 será asumido por los ayuntamientos como una forma de ejercer su soberanía, enfrentando incluso a los gobiernos provinciales para negarse al pago de estas rentas coloniales y aumentar sus fondos con los que dotarse de cierta autonomía respecto a las diputaciones, como se ha visto.

En algunos casos, sobre todo en espacios rurales, los nuevos ayuntamientos constitucionales utilizaron otras formas para engrosar sus fondos de propios y tener con qué financiarse, como la usurpación de los bienes de comunidad de las antiguas repúblicas de indios. En el pueblo de Zongolica, en Veracruz, en 1820 el ayuntamiento solicitaba permiso a la diputación provincial de Nueva España para cobrar arrendamiento en las tierras de su comprensión, sin especificar si se trataba de tierras de comunidad, pertenecientes a los propios o de otra naturaleza, tal y como exigía el decreto de las Cortes. Pero la aplicación del liberalismo generaba resistencias, dado que se trataba de una transición a una nueva legalidad que las comunidades no siempre aceptaban de buen grado. En algunos lugares, las autoridades se esforzaron por aplicar los decretos de redención de censos, por ejemplo, exigiendo la acreditación de la compra de «ambos dominios con los requisitos legales» e, incluso, adoptando un sistema de propiedad imperfecta como la enfiteusis para garantizar la propiedad del dominio a cambio del pago de una renta, como señalaba el alcalde del pueblo de Guadalupe. Sin embargo, tal y como declaraba en carta a la diputación, «el resultado ha sido que nadie se presta a acuerdo tan justo, sin dar otra razón que jamás han pagado o que no tienen». En este sentido, las comunidades indígenas adoptaron estrategias para defenderse de esta expropiación ejerciendo un liberalismo «a su manera», de forma que si bien exigieron sus ayuntamientos constitucionales a partir de la reunión de mil almas —como establecía el artículo constitucional— también defendieron sus derechos de propiedad y mantuvieron parte de sus privilegios jurídicos y administrativos 27.

Pero el tema de la propiedad de la tierra era complejo y abarcaba otras realidades como los bienes amortizados y vinculados, que eran abundantes en México. Fue en la sesión del 16 de marzo de 1822, apenas pocas semanas después de inaugurado el primer Congreso constituyente mexicano, cuando se propuso la venta de las tierras de los jesuitas para hacer frente a la crisis hacendística con que nacía el nuevo Estado 28. La orden jesuítica había sido suprimida en virtud de un decreto específico del 17 de agosto de 1820 en las Cortes. Más adelante, el 1 de octubre se aprobaría la supresión de monacales y la reforma de regulares. La ley llegó a México hacia diciembre de ese año, con lo que comenzó a hacerse efectiva hacia principios de 1821. Si bien es cierto que los acontecimientos políticos de febrero de 1821 y la proclamación de independencia de septiembre dificultarían su aplicación de forma inmediata, a lo largo de estos años las nuevas autoridades liberales pusieron a las órdenes regulares bajo sus esferas de influencia. De este modo, primero los ayuntamientos y después los estados de la federación gestionaron la secularización de órdenes y frailes hasta la llegada de la reforma radical de 1833 29.

El proyecto levantó protestas inmediatamente entre los que reclamaban que, de llevarse a cabo la enajenación, sería muy difícil reponer la orden; discusión que se hallaba pendiente desde los debates del mes de noviembre anterior en la Junta Provisional Gubernativa. Algunos, como el diputado Carlos María de Bustamante, no rechazaban la posible venta, pero proponían otras alternativas, como que se vendieran los bienes de la nobleza española, los de los duques de Terranova y Veragua. Al igual que en otras partes, en México, la Iglesia y la nobleza acaparaban la mayor parte de la propiedad de las tierras, lo que, según el diputado, «no era arreglado a principios de economía política» 30. La cuestión quedó zanjada con la intervención solemne de José Hipólito Odoardo, que además fungía como presidente de la Cámara. A su entender, el Estado mexicano tenía la capacidad para enajenar las tierras, ya que poseía el «dominio eminente» sobre los bienes de los particulares. Es decir, trasladaba al Estado liberal lo que antes pertenecía a la jurisdicción de los señores del marquesado del Valle. En cualquier caso, el Congreso aprobó la propuesta de la comisión de hacienda para la venta de las temporalidades y no hubo discusión sobre la posible reposición de la orden. Ello muestra que, tras la independencia, en México se seguían aplicando aquellas leyes convenientes para el asentamiento de una cultura política liberal como lo será también la referida a las desvinculaciones.

El Decreto de 27 de septiembre de 1820 —rubricado por el rey el 12 de octubre siguiente— suprimía los mayorazgos y todo tipo de vinculaciones de bienes raíces. Desde entonces, el Congreso mexicano no dejó de recibir peticiones de titulares del vínculo que solicitaban la libre disposición de sus bienes 31. A raíz de ello, en mayo de 1822 se presentó en la Cámara una propuesta de desvinculación que iba más allá de lo decretado por las Cortes en Madrid, pues incluía, además, un artículo para la redención de censos 32. El dictamen de la comisión encargada se discutió cuatro meses después y se aprobó —con un solo voto en contra— que los mayorazgos quedaban extinguidos en México 33. Aun así se consideró que el decreto de las Cortes españolas podía variarse para adecuarse a las particularidades mexicanas y se decidió que volviera a la comisión para realizar estas adaptaciones. El tema regresó al Congreso casi un año después, entre otras cosas porque Iturbide había disuelto la Cámara en octubre y esta no volvería a reunirse hasta marzo de 1823.

El 25 de abril de 1823 se presentó el dictamen sobre desvinculación de mayorazgos para su discusión y se procedió al debate de los artículos de forma particular. Las actas del Congreso dan cuenta de la división de opiniones entre los diputados e, incluso, entre los miembros de la comisión de legislación que presentaba el proyecto. En un principio, la divergencia de posturas parecía establecerse entre los que pretendían que la abolición de los mayorazgos se entendiera vigente desde el Decreto de las Cortes españolas de 27 de septiembre de 1820 y los que argumentaban que eso no era posible, dado que el Congreso mexicano se disponía a discutir y aprobar el proyecto de desvinculaciones. Es decir, no se podía afirmar que lo que aún no estaba decretado estuviera vigente, puesto que se incurría en una contradicción. Como inquiría un diputado, «no sé qué inconsecuencia es suponer existente lo que se pide que se le dé ser» 34.

Respecto a la defensa de la vigencia de la ley, Manuel Sánchez de Tagle defendió que esta se había aprobado en las Cortes españolas «antes de nuestra independencia» y que por ello comprendía las vinculaciones que existían en México. Además, remarcó que fue promulgada «conforme a la Constitución española y circulada a estas que entonces eran provincias españolas». No cabía ninguna duda para este diputado que el sistema constitucional recobrado desde el inicio del Trienio Liberal lo estaba para ambas partes de la monarquía, tanto para España como para México. Por ello, lo decretado en las Cortes de Madrid desde 1820 formaba parte de la cultura y praxis jurídica que el diputado entendía como propia.

De opinión contraria fue Manuel Terán, quien afirmó que esa ley (y otras como la de la reforma de regulares, por ejemplo) se aprobó en el momento en que México declaraba su independencia y como el virrey conde del Venadito no la publicó y circuló por esa circunstancia, no podía tenerse como vigente en México. En este sentido, Servando T. de Mier fue mucho más contundente, mostrando el resentimiento que albergaba hacia las Cortes españolas. Mier declaró ser demasiado el honor que se les concedía a esas Cortes al considerar lo aprobado en ellas como de obligado cumplimiento para México, pues «nunca fueron para los americanos verdaderas cortes las de España, porque nunca tuvimos la representación que nos correspondía». El diputado no ocultaba un interés personal en la materia, pues estaba emparentado con una de las grandes familias terratenientes de México a quien afectaba directamente la aprobación de la desvinculación: «Yo entiendo el misterio de esta pretensión: se dirige contra mi casa, porque el marqués de S. Miguel de Aguayo murió sí, después de dada la ley de mayorazgos en 27 de septiembre de 1820; pero tres días antes de la sanción del rey que fue en 12 de octubre» 35.

Sin embargo, se equivocaban Mier y aquellos que se negaban a aceptar la desvinculación desde la aprobación del decreto en las Cortes españolas bajo el argumento de que no entró en circulación porque el virrey nunca la publicó. La ley había sido insertada en los periódicos y publicada ceremonialmente en Guadalajara, Durango y Yucatán. Además, José María Bocanegra recordó que el Congreso mexicano había acordado en septiembre de 1822 la abolición en estos términos: «no habrá mayorazgos en el Imperio», pero que este dictamen volvió a la comisión para establecer los términos exactos con los que debía aplicarse en México.

Hasta aquí no queda muy claro por qué los diputados mexicanos se enfrascaron en un debate puntilloso acerca de la vigencia de la ley de desvinculaciones en lugar de entrar en la naturaleza del asunto, aunque poco a poco las intervenciones van a ir desvelando los verdaderos motivos de esta resistencia. El punto crítico estaba en que, si se aceptaba la ley tal y como había sido aprobada por las Cortes españolas, esta incluía también la abolición de las vinculaciones de capellanías y obras pías «que jamás hemos tratado de desvincular», como admitió Félix Osores. Y aquí se manifiesta una de las grandes diferencias en la legislación abolicionista del régimen jurídico de la propiedad entre España y México, pues el Congreso mexicano no sancionará la desvinculación de las tierras de la Iglesia durante el Trienio, como sí lo harán las Cortes españolas 36.

Para añadir más división al debate, Florentino Martínez intervino reconociendo ante la Cámara que había cambiado de opinión. Si, en un principio, era del sentir que el decreto de desvinculaciones solo podía entenderse como vigente desde que se aprobara en el Congreso mexicano, ahora admitía la vigencia de la ley de las Cortes españolas de 1820. El cambio aludía a los bienes y perjuicios que de ello podían haberse derivado. El hecho de que no se hubiera publicado ese decreto en México en tiempo y forma suponía, para el diputado, que se habían podido conservar los bienes «de las iglesias, cofradías y capellanías». Pero, por otro lado, admitía que eso había causado graves perjuicios a las familias que deseaban disponer privadamente de sus tierras. En conclusión, admitía que ese decreto «se dio en tiempo que nos obligaban las [leyes] del gobierno español» y, por tanto, debía entenderse como vigente.

La discusión parecía enrocarse y no encontrar solución. Por ello, algunos diputados solicitaron que regresara el dictamen a la comisión para que determinara si estaba o no vigente la ley de las Cortes españolas. Tres meses tardó en volver el asunto al Congreso, lo hizo el 28 de julio de 1823 en los siguientes términos: «Que la ley decretada por las cortes de España en 27 de septiembre de 820 sobre extinción de mayorazgos no ha debido estimarse vigente en esta capital de México, ni en los demás lugares donde se promulgó en la forma ordinaria con que se acostumbran promulgar las demás leyes». El dictamen fue aprobado con la ausencia de Mier y Tagle, por sus intereses particulares en el asunto, y el voto en contra de 24 diputados de los 101 que asistieron a la sesión 37.

Sin embargo, ello no supuso el olvido del Decreto de las Cortes de 27 de septiembre de 1820, ya que inmediatamente se aprobó el artículo 1 del proyecto de desvinculaciones que en su redacción era prácticamente igual que aquel. Además, también se aprobó el siguiente voto particular: «Los bienes que alguna vez fueron vinculados y que lo dejaron de ser desde 27 de Setiembre de 1820 á virtud de la ley de las cortes de esa fecha, continuarán en la clase de absolutamente libres, sin que ni ellos ni otros algunos se puedan volver á vincular». Esto aceptaba que, si en algún momento la ley de 1820 había estado vigente y en virtud de ella se habían desvinculado algunas tierras, quedaran estas como libres, sin que se les aplicara ningún efecto retroactivo.

El debate continuó en los días sucesivos con la discusión del resto de artículos de la ley sobre desvinculaciones que quedaron definitivamente aprobados el 4 de agosto de 1823. El factor de diferenciación quedará consignado en el artículo 14, en el que se admitía que las tierras de la Iglesia permanecerían vinculadas, manteniendo las manos muertas y permitiendo la acumulación de bienes raíces 38.

Hasta ahora no ha habido una explicación satisfactoria acerca de por qué los diputados mexicanos actuaron de ese modo. Algunos autores apelan a un sentido de «pacto» con el estamento eclesiástico para «salvar la independencia». Pacto que habría quedado establecido con la afirmación de las tres garantías: independencia, religión y unión. En este sentido, Brian Connaughton afirma que cuando la monarquía española comenzó a utilizar a la Iglesia para sus propios fines en el contexto de la guerra, esta se desligó del sentido de estado que tenía con ella y comenzó a fraguarse una nueva alianza entre la sociedad mexicana y la religión. Según este autor, la independencia era necesaria para consagrar los intereses de la Iglesia católica nacional. Por ello, la jerarquía eclesiástica fue leal al proyecto de independencia, desobedeciendo incluso la bula papal que lo condenaba. Es decir, la Iglesia ayudó a consolidar la identidad de la nueva nación católica consagrando a su vez el nuevo orden político. Sin embargo, esto no explica por qué el Estado mexicano suspendió el derecho de patronato en 1822 pero no desamortizó las tierras de la Iglesia, en un contexto de falta de liquidez y grave crisis económica tras la guerra 39. Tal vez porque el patronato quedó anclado a la soberanía —y, por ende, a la nación— que, como he apuntado, fue una de las cuestiones políticas fundamentales en la transición a la república liberal.

Un intento de explicación plausible debería apuntar a la imbricación de los distintos aspectos que conforman la configuración de México como un Estado-nación independiente y federal. Desde el punto de vista político, los debates en torno a la cuestión de la soberanía quedaron ligados también a la forma de entender el territorio, los poderes e instituciones que en él operaban y los intereses que estos tenían en el mismo, ya fueran de naturaleza civil, eclesiástica o militar. La adopción del federalismo a partir de la aprobación del Proyecto de bases para la república federativa el 21 de mayo de 1823, poco antes de la discusión sobre el decreto de desvinculación, ligó el destino de este y otros aspectos a las nuevas entidades federadas.

En este sentido, el federalismo supuso un nuevo reto a todos los niveles, porque fue en la legislación de los estados de la federación donde se llevaron a cabo las reformas más profundas tanto en lo político como en lo territorial, fiscal y religioso a partir de 1824 40.

A modo de conclusión

Una cuestión fundamental en la construcción de la república federal mexicana fue la imbricación de la organización política, jurídica y administrativa del territorio con cuestiones como la soberanía y la representación. En los primeros años de la década de 1820 el esfuerzo que realizó México para constituirse fue doble. Por un lado, debía dejar atrás la compleja realidad de un sistema de privilegios y corporaciones para avanzar hacia un Estado liberal. Por otro, durante ese proceso tuvo que desligarse, a su vez, del Estado de la monarquía constitucional española y construirse como nación independiente. En apenas tres años, México pasó de ser parte de la corona absolutista a territorio de la monarquía constitucional española, para luego convertirse en un imperio constitucional independiente y, de ahí, en una república federal. Era inevitable, pues, que en el periodo entre 1820 y 1824 los debates políticos trascendieran los marcos nacionales en construcción y respondieran, más bien, a los objetivos de configurar estados con rasgos constitucionales.

En el caso de México, durante los primeros años desde la proclamación de su independencia y hasta la conformación del federalismo, la cultura política liberal compartida con la revolución gaditana generó los mimbres para el establecimiento de la república. El sentido de pertenencia al territorio se afianzó en el marco de las regiones al establecer la capacidad representativa de los ayuntamientos y las diputaciones provinciales. Ello supuso la existencia de una concepción particular y diferente de la soberanía que podía compartirse entre la nación y la provincia y que, al ir ligada al territorio, exigía una reordenación político-administrativa de este. La aplicación de esta idea no estuvo exenta de tensiones, como se ha visto, en tanto que su ejercicio requería de una legislación liberal que cuestionara la sociedad corporativa. De este modo, el impulso del Trienio Liberal recuperó para México las instituciones locales y provinciales, lo que, a su vez, vino a cuestionar la concepción patrimonial del territorio.

Sin embargo, no siempre fue fácil aplicar los decretos y órdenes liberales en México, por más que muchos de ellos fueran aprobados con los votos de sus diputados en las Cortes de Madrid. En el caso de la desamortización eclesiástica, el gobierno mexicano no se atrevió a tanto y no la decretó hasta mediado el siglo xix. Ahora bien, son varios los factores que deben tenerse en cuenta. Por un lado, el contexto internacional de la década de los años veinte, con una Europa legitimista y una Santa Sede que se resistía a perder el control sobre la Iglesia americana. Fernando VII no dejará de presionar al Vaticano para que no acepte la independencia de las repúblicas americanas y obtendrá del papa León XII la encíclica Etsi iam diu que no las reconocía. Por otro, en ese mismo momento se está configurando el primer federalismo mexicano en donde los estados comenzarán a asumir competencias de gobierno que, en muchos casos, sobrepasarán las del Estado federal. Es aquí cuando se produce el debate sobre el patronato en México, que será asumido como una parte de la soberanía por los estados de la federación y que supondrá que las cuestiones políticas, religiosas y territoriales queden profundamente relacionadas. Es en el marco de la legislación estatal, en sus constituciones particulares y sus decretos, en los que puede rastrearse una mayor aplicación del liberalismo del Trienio en los temas aquí planteados, pero ello excede los límites de este trabajo.

Por todo ello, las transferencias y conexiones entre México y España eran anteriores al momento del Trienio y provenían de un debate intelectual sobre la reforma de la monarquía y de la Iglesia en el que la independencia de la primera era fundamental para salvarla como nación libre, católica y constitucional 41. Esa independencia fue una necesidad que obligó a pensar en contextos nacionales diferentes, pero que se asentó sobre la base de una cultura política compartida. Es decir, las particularidades de cada una trascendían los marcos nacionales en construcción. Y en esa concepción cobran sentido las palabras de Lucas Alamán que encabezan este texto.


* Esta investigación forma parte del proyecto financiado por MINECO con referencia HAR2016-78769-P.

1 Intervención de Lucas Alamán, 13 de mayo de 1823, en Historia parlamentaria de los congresos mexicanos, vol. II, t. II, serie I, México, Miguel Ángel Porrúa, 1997, p. 363.

2 La bibliografía sobre la independencia de México ya es ingente, a modo de ejemplo cito algunas obras monográficas que dan cuenta del proceso en su conjunto. Véanse Jaime E. Rodríguez: Nosotros somos ahora los verdaderos españoles. La transición de Nueva España de un reino de la monarquía española a la república federal mexicana, 1808-1824, Zamora (Mich.), Colmich-Instituto Mora, 2009; Rafael Estrada Michel: Monarquía y nación entre Cádiz y Nueva España, México, Porrúa, 2006; Ivana Frasquet: Las caras del águila. Del liberalismo gaditano a la república federal mexicana (1820-1824), Xalapa, Universidad Veracruzana, 2010, y Alfredo Ávila: En nombre de la nación. La formación del gobierno representativo en México, México, Taurus-CIDE, 2002.

3 La comisión especial nombrada para tratar sobre el asunto de los comisionados españoles estaba formada por los diputados Juan Ignacio Godoy, José María Covarrubias, José Miguel Septien, Juan José Acha, José Cirilo Gómez Anaya, Francisco Manuel Sánchez de Tagle y Rafael Mangino. Estos tres últimos presentaron un voto particular del que se extrae el texto de la cita. Este en Historia parlamentaria de los congresos mexicanos, 1822 a 1824, edición de Juan A. Mateos, vol. II, t. 2, serie I, México, Miguel Ángel Porrúa, 1997, p. 360.

4 Son varios los autores que han insistido en esta cuestión. A modo de ejemplo véanse Tomás Pérez Vejo: «El problema de la nación en las independencias americanas. Una propuesta teórica», Mexican Studies/Estudios Mexicanos, 24, 2 (2008), pp. 221-243, y Rogelio Altez: «Un debate para siempre», en Rogelio Altez (ed.): Las independencias hispanoamericanas: un debate para siempre, Bucaramanga, UIS, 2012, pp. 13-57.

5 Y también la problemática de aplicar un enfoque transnacional a un momento histórico en el que las naciones políticas eran emergentes, pero no estaban ni mucho menos consolidadas. La bibliografía sobre la historia transnacional es amplia, para el caso que nos ocupa puede consultarse Juan Luis Simal: «El exilio en la génesis de la nación y del liberalismo (1776-1848): el enfoque transnacional», Ayer, 94 (2014), pp. 23-48. Otras aportaciones recientes que incluyen América Latina como objeto de estudio en Carlos Alba et al. (eds.): Entre espacios. Movimientos, actores y representaciones de la globalización, Berlín, Walter Frey, 2013.

6 El debate al respecto de la definición de lo «global», lo «mundial», lo «atlántico» y las diferencias entre estos marcos de análisis sigue abierto. Véanse Nicholas Miller: «Espacios de pensamiento: historia transnacional, historia intelectual y la Ilustración», Ayer, 94 (2014), pp. 97-120, y Cristopher A. Bayly et al.: «AHR Conversation: On Transnational History», American Historical Review, 111, 5 (2006), pp. 1441-1464.

7 Citado en Charles A. Hale: El liberalismo mexicano en la época de Mora, 1821-1853, México, Siglo XXI, 1972, p. 117.

8 Rogelio Altez: «Independencia-revolución: una sinonimia de largo efecto ideológico en América Latina», en Rogelio Altez y Manuel Chust (eds.): Las revoluciones en el largo siglo xix latinoamericano, Madrid-Frankfurt, Iberoamericana-Vervuert, 2015, pp. 43-64.

9 Lema referido a España y México (Nueva España), insertado en un tablado efímero financiado por el Colegio Mayor de Santos para la celebración de la jura de la Constitución de 1812 en la capital mexicana. Véase Gaceta del Gobierno de México, 10 de noviembre de 1812. Resulta ya un consenso aceptado por los máximos especialistas en la independencia mexicana que la Constitución de Cádiz y todo el entramado jurídico y normativo surgido de las Cortes hispanas (reunidas en Cádiz y Madrid en los dos periodos constitucionales, 1810-1814 y 1820-1823) tiene una relevancia ineludible en la configuración de México como estado independiente.

10 Estas propuestas han sido tratadas con profusión por algunos autores. Entre otros, Jaime E. Rodríguez: «La transición de colonia a nación: Nueva España, 1820-1821», Historia Mexicana, 43, 2 (1993), pp. 265-322; Manuel Chust: «Federalismo avant la lettre en las Cortes hispanas, 1810-1821», en Josefina Z. Vázquez (coord.): El establecimiento del federalismo en México (1821-1827), México, El Colegio de México, 2003, pp. 77-114, e Ivana Frasquet: «La cuestión nacional americana en las Cortes del Trienio», en Jaime E. Rodríguez (ed.): Revolución, independencia y las nuevas naciones de América, Madrid, Fundación Mapfre Tavera, 2005, pp. 123-157.

11 La bibliografía al respecto es abundante, limito la cita a algunos trabajos colectivos que recogen las investigaciones más recientes del caso mexicano. Véanse Juan Ortiz Escamilla y José Antonio Serrano Ortega (eds.): Ayuntamientos y liberalismo gaditano en México, Zamora (Mich.), El Colegio de Michoacán-Universidad Veracruzana, 2007, y Moisés Guzmán Pérez (coord.): Cabildos, repúblicas y ayuntamientos constitucionales en la independencia de México, Morelia, UMSNH, 2009. Véase también el monográfico «Orígenes y valores del municipalismo iberoamericano», Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, 18, 2.º semestre (2007). Por otro lado, es clásico el estudio de Nettie Lee Benson: La diputación provincial y el federalismo mexicano, México, El Colegio de México, 1955.

12 Fue Pablo de la Llave quien defendió esta idea en los debates del Trienio argumentando que las diputaciones debían elegirse en función de «la razón compuesta del número de habitantes y extensión del terreno que ocupan». Véase Diario de Sesiones de Cortes, 30 de abril de 1821, p. 1359. En cualquier caso, ya desde el anterior periodo constitucional, los diputados americanos abogaron por una concepción de la soberanía como un poder que podía fragmentarse o más bien «descentralizarse» en forma descendente entre las distintas jerarquías territoriales. Esto es lo que Marta Irurozqui ha llamado acertadamente la «territorialización» de la soberanía. Véase Marta Irurozqui: «Huellas, testigos y testimonios constitucionales. De Charcas a Bolivia, 1810-1830», en Antonio Annino y Marcela Ternavasio (coords.): El laboratorio constitucional iberoamericano: 1807/1808-1830, Madrid-Frankfurt, Iberoamericana-Vervuert, 2012, pp. 157-177.

13 El debate al respecto sigue abierto; véanse algunos trabajos contenidos en Roberto Breña (ed.): Cádiz a debate: actualidad, contexto y legado, México, El Colegio de México, 2014.

14 Marcello Carmagnani: «Territorios, provincias y estados: las transformaciones de los espacios políticos en México, 1750-1850», en Josefina Z. Vázquez: La fundación del estado mexicano, México, Nueva Imagen, 1994, pp. 39-73. Un intento reciente de cuestionar la vinculación del establecimiento de las diputaciones provinciales con la concepción autonomista y federal del territorio en Rafael Diego-­Fernández: «El federalismo en México planteado desde la perspectiva de Nueva Galicia», en Alejandro Agüero, Andrea Slemian y Rafael Diego-Fernández Sotelo (coords.): Jurisdicciones, soberanías, administraciones. Configuración de los espacios políticos en la construcción de los Estados nacionales en Iberoamérica, Córdoba, Editorial de la UNC-El Colegio de Michoacán, 2018, pp. 61-83.

15 Nettie Lee Benson: La diputación provincial..., caps. III y IV.

16 José Antonio Serrano Ortega: «“Hacerse un lugar al interior de las provincias”: sistema fiscal y diputaciones provinciales en Nueva España y México, 1820-1823», en Alejandro Agüero, Andrea Slemian y Rafael Diego-Fernández Sotelo (coords.): Jurisdicciones, soberanías, administraciones. Configuración de los espacios políticos en la construcción de los Estados nacionales en Iberoamérica, Córdoba, Editorial de la UNC-El Colegio de Michoacán, 2018, pp. 113-140.

17 Sesión del 23 de abril de 1822. Historia parlamentaria de los congresos mexicanos, vol. II, t. I, serie I, p. 377. El debate en el Congreso mexicano se estableció entre los que defendían que los alcaldes podían ejercer de jefes políticos en ausencia de estos y los que afirmaban que debía cumplirse lo que la Constitución de 1812 sancionaba, es decir, que la sustitución debía ejercerla el intendente o, en su defecto, el vocal elegido con más votos.

18 Actas de Cabildo, Archivo Histórico de San Luis Potosí, 1821, ff. 26-28.

19 En el oficio el ayuntamiento potosino decía: «Este ayuntamiento por el cabal cumplimiento de la Constitución política de la Monarquía española y por el decoro que se le debe, ha notado que V.S. no ha prestado el juramento que como una de las primeras obligaciones impone a los justicias, demás autoridades y corporaciones o que por lo menos no lo ha verificado según la formula prescripta». Véanse Actas de Cabildo, Archivo Histórico de San Luis Potosí, 1820, f. 42.

20 «Queda impuesto este ayuntamiento constitucional de que la diputación provincial de Guanajuato se halla reunida a la de esta capital desde el día 3 del corriente [...] y a la Exma. Diputación constituida en su absoluta mayoría está legalmente ejerciendo todas sus funciones y facultades». Véanse Actas de Cabildo, Archivo Histórico de San Luis Potosí, 1821, f. 62. La fecha del oficio de aceptación es del 17 de febrero de 1821.

21 Encarna García Monerris: «El territorio cuarteado o cómo organizar el gobierno de los pueblos», en Emilio La Parra y Germán Ramírez (eds.): El primer liberalismo: España y Europa, una perspectiva comparada, Valencia, Biblioteca Valenciana, 2003, pp. 81-124.

22 José Antonio Serrano Ortega: «Hacerse un lugar al interior de las provincias...», p. 116; íd.: «El sistema fiscal insurgente. Nueva España, 1810-1815», Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, 115, 29 (2008), pp. 49-83, y Sergio García Ávila: «El ayuntamiento de Valladolid de Michoacán y los vaivenes de la guerra», en Moisés Guzmán Pérez (coord.): Cabildos, repúblicas y ayuntamientos constitucionales en la independencia de México, Morelia, UMSNH, 2009, pp. 151-182.

23 Nettie Lee Benson: La diputación provincial...,y Manuel Chust e Ivana Frasquet: «Orígenes federales del republicanismo en México, 1810-1824», Mexican Studies/Estudios Mexicanos, 24, 2 (2008), pp. 363-398.

24 Es el caso de la enfiteusis, que fue utilizada en algunas regiones desde finales del siglo xviii para responder a las demandas de tierra al encontrarse esta vinculada o amortizada. Más tarde, durante la década de los años veinte, se mantuvo ante la imposibilidad de los indígenas de poder sostener la propiedad privada de la tierra. Véase Luis J. García Ruiz: «Demandas sociales y propiedad imperfecta en Veracruz: el impulso a la enfiteusis (1760-1811)», Secuencia, 93 (2015), pp. 28-49.

25 «Circular del virrey conde del Venadito al ayuntamiento de México», 24 de julio de 1820, Actas de Cabildo, Archivo Histórico del Distrito Federal, libro 140A, ff. 84 y v.ª

26 Sesión de 4 de enero de 1822, Actas de la diputación provincial de México, Biblioteca del Congreso del Estado de México.

27 El dato sobre Zongolica en «Expedientes de la diputación provincial de Nueva España», Biblioteca José María Luis Mora del Congreso del Estado de México, t. 1, doc. 1, 1820. El de Guadalupe en íd.: t. 13, doc. 171, ff. 1-3, 1823. Sobre la extensión de la enfiteusis como un sistema de propiedad imperfecta para el reparto de tierras, véase Luis J. García Ruiz: «Demandas sociales y propiedad imperfecta...», pp. 28-49. También las Cortes en Madrid trataron de solventar el problema de la propiedad con la identificación de esta con fórmulas contractuales como la enfiteusis para proteger los derechos de los cultivadores. Véase Miguel Artola: La España de Fernando VII, Madrid, Espasa, 1999, p. 593. Sobre el impacto del liberalismo en las comunidades indígenas puede consultarse Claudia Guarisco: Los indios del valle de México y la construcción de una nueva sociabilidad política, 1770-1835, Zinancatepec, El Colegio Mexiquense, 2003. También Michael T. ­Ducey: Una nación de pueblos. Revueltas y rebeliones en la Huasteca mexicana, 1750-1850, Xalapa, Universidad Veracruzana, 2015.

28 Con la llegada de la independencia, Iturbide suprimió todas las contribuciones extraordinarias y abolió el tributo indio. También rebajó la alcabala de un 16 a un 6 por 100 y sustituyó los impuestos mineros por una única contribución de un 3 por 100. Todo esto supuso una reducción de los ingresos del 57 por 100 respecto a años anteriores. Véase Bárbara Tenenbaum: México en la época de los agiotistas, 1821-1857, México, FCE, 1985.

29 David Carbajal López: «Exclaustración o continuidad: conventos hospitales y frailes hospitalarios en Veracruz, 1820-1834», Revista Ulúa, 6, 11 (2008), pp. 45-70, y Charles A. Hale: El liberalismo mexicano...

30 Sesión del 16 de marzo de 1822, Historia parlamentaria de los congresos mexicanos, vol. II, t. I, serie I, p. 306.

31 Algunas de estas peticiones se insertaron en las actas del Congreso, como la del conde de Miravalle, José Joaquín Trebuesto y Casasola, que en 4 de mayo de 1822 solicitaba «rendidamente á S. M. se digne habilitarlo para dividir entre su familia la mitad de sus bienes vinculados». Véase Sesión de 4 de mayo de 1822, Historia parlamentaria de los congresos mexicanos, vol. II, t. I, serie I, p. 406.

32 La proposición era obra del diputado José María Covarrubias y contenía cinco artículos: «Primera: que ninguna parte del territorio mexicano pueda vincularse por censo ni mayorazgo: segunda: que los territorios vinculados por este, queden libres del vínculo: tercera: que los vinculados por censo, lo queden igualmente á los veinte años, contados desde la promulgación de la ley, siempre que hayan pagado sus réditos: cuarto: que el que redima en el intermedio de los veinte años, si ha pagado los réditos, solo entregue la parte del capital remanente, deducido el rédito pagado hasta el día de la redención: quinta: que se proscriba el premio de tanto por 100 con que han acostumbrado prestar los acaudalados su dinero». Véase Sesión de 10 de mayo de 1822, Historia parlamentaria de los congresos mexicanos, vol. II, t. I, serie I, p. 438.

33 Sesión de 28 de septiembre de 1822, Historia parlamentaria de los congresos mexicanos, vol. II, t. I, serie I, p. 996.

34 Sesión de 25 de abril de 1823, Historia parlamentaria de los congresos mexicanos, vol. II, t. II, serie I, p. 304. Era José Vicente Orantes, diputado por Guatemala, quien hacía esta ­apreciación.

35 Ibid., p. 302. Meses después, cuando se vote en el Congreso el dictamen, Mier se verá obligado a ausentarse de la votación por esta circunstancia. Su enemigo, el periodista y diputado Carlos María de Bustamante, lo ridiculizaba en su Diario Histórico: «Entonces queriendo hablar, se le llamó al orden; [...] [se] hizo proposición formal de que se saliese al tiempo de la votación, [...] porque no podía votar en causa propia; quiso entonces decir que no era causa propia, pero se le recordó lo que infinitas veces había dicho: “que era su casa la de Aguayo, su familia”, etc.». Véase Carlos María de Bustamante: Diario Histórico de México, 1822-1848, editado por Josefina Z. Vázquez y Héctor C. Hernández Silva, México, ­CIESAS-El Colegio de México, 2001.

36 Todavía faltan más investigaciones que se preocupen por dar respuesta a esta cuestión, más allá de las consabidas afirmaciones de que no será hasta las leyes de Juárez que se decrete la separación Iglesia-Estado. Tal vez una explicación más satisfactoria apuntaría hacia la resistencia que la Iglesia estaba ejerciendo desde el púlpito, y con todas sus armas posibles, a quedar subsumida en un proyecto de Estado liberal. La ley sobre desamortización de bienes de las corporaciones civiles y eclesiásticas no será promulgada en México hasta el 25 de junio de 1856. Aunque esta es la primera ley de alcance nacional, cabe insistir en que la adopción del federalismo durante la primera república capacitó a los estados para aprobar leyes de este tipo en sus cuerpos normativos, como ocurrió en Estado de México (1824), Jalisco (1825), Chiapas y Veracruz (1826), Michoacán (1827), Estado de Occidente (1828) y Zacatecas (1829). Véase Juan Carlos Pérez Castañeda: «Los procesos agrarios de amortización y desamortización: conceptos y formas», Signos históricos, 17, 33 (2015), pp. 134-178.

37 Sesión de 28 de julio de 1823, Historia parlamentaria de los congresos mexicanos, vol. II, t. II, serie I, p. 455.

38 «Art. 14. Se derogan los artículos de la ley de 23 de Setiembre de 1820 relativos á capellanías eclesiásticas, obras pías y manos muertas, dejando vigentes las antiguas leyes sobre adquisición de bienes raíces y amortización». Véase Sesión de 4 de agosto de 1823, Historia parlamentaria de los congresos mexicanos, vol. II, t. II, serie I, p. 463. Sin duda se refiere a la Ley de 27 de septiembre de 1820.

39 La bibliografía sobre las cuestiones religiosas y el patronato a partir de la independencia en México es abundante. Cito solo algunos autores cuyos trabajos sobre la cuestión son de referencia. Brian Connaughton: «República federal y patronato: ascenso y descalabro de un proyecto», Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, 39 (2010), pp. 5-70; David Carbajal: «Un obispado para Veracruz, 1799-1846. Del honor de la ciudad a la lealtad al Estado», Anuario de Estudios Americanos, 62, 1 (2005), pp. 181-208, y Rosa María Martínez de Codes: «Reivindicación y pervivencia del Derecho de Patronato en el periodo independiente: el caso de México», en Miguel A. Peña González (ed.): El Mundo Iberoamericano antes y después de las Independencias, Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca, 2011, pp. 33-46.

40 Como ha indicado Brian Connaughton, se trataba no solo de federalizar, sino de republicanizar la Iglesia, fortaleciendo las iglesias nacionales dentro de la Iglesia universal. Véase Brian Connaughton: «República federal y patronato...», p. 16.

41 Brian Connaughton: «Los escritores de dos orillas y los hilos compartidos de una crisis: regeneración imperial y la creación de un Estado-nación», en María del Pilar Martínez López-Cano y Francisco J. Cervantes Bello: Expresiones y estrategias. La Iglesia en el orden social novohispano, México, UNAM-BUAP, 2017, pp. 393-451.