Ayer 112/2018 (4): 73-98
Sección: Dosier
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2018
ISSN: 1134-2277
DOI: 10.55509/ayer/112-2018-04
© Marie-Angèle Orobon
Recibido: 13-11-2017 | Aceptado: 04-05-2018
Editado bajo licencia CC Attribution-NoDerivatives 4.0 License

La carne de la política: ruptura democrática y simbología *

Marie-Angèle Orobon

Université Sorbonne Nouvelle-Paris 3
Marie-Angele.Orobon@sorbonne-nouvelle.fr

Resumen: Este artículo propone analizar cómo se encarna la ruptura democrática iniciada con la Revolución de septiembre de 1868 en la creación, reapropiación o resemantización de símbolos y alegorías. Se estudia cómo la simbología busca, a la vez, reflejar el cambio político e inscribirse en una genealogía liberal, entrelazando tradición nacional e influencias simbólicas foráneas, especialmente francesas.

Palabras clave: Sexenio democrático, simbología, alegoría, memoria, himno.

Abstract: This article analyses the explosion of democratic politics during the September Revolution of 1868 with respect to the creation, re-appropriation and the re-semantisation of symbols and allegory. This complex of symbols affected and reflected political change within a liberal genealogy. It did so by blending national traditions and foreign symbolic influences, particularly French ones.

Keywords: Democratic Sexennium, symbolism, allegory, memory, national anthems.

La simbología política, es decir, la representación a través de figuras (objetos, alegorías corpóreas, rituales) de ideas políticas, tiene raíces muy antiguas, probablemente tan antiguas como la misma política, y surge de la necesidad de encarnar el poder político. Originada en la Mesopotamia antigua y en el Imperio romano1, la representación política se sistematiza en la época medieval y moderna. La simbología política tiene entonces el cometido de magnificar las fuentes de la autoridad (Dios, el rey) o bien a través de ritos conmemorativos que pretenden demostrar la permanencia de los valores ensalzados, como el ritual que acompaña la entrada de los reyes en las ciudades, o bien a través de la encarnación de dichos valores por el procedimiento alegórico2. En la tradición pictórica de representación de la persona real que abarca desde el siglo xvi hasta el xix se entrecruzan, quizá más que en la pintura religiosa, la imagen del poder y el poder de la imagen, llegando la representación del poder a sobrepasar, paradójicamente, al mismo poder, porque es esta representación del rey en monarca absoluto la que fundamenta la legitimidad de este poder. Este tropo fusiona a la vez lo que se conoce desde Kantorowicz como la teoría de los dos cuerpos del rey —el cuerpo mortal, físico del rey, y el cuerpo inmortal, eterno del rey, esto es, su cuerpo político-místico identificado con el cuerpo del reino— y la escenificación o teatralización del poder. Si bien los nombres de monarcas como Luis XIV o Felipe IV de Habsburgo son los que vienen a la mente en cuanto a escenificación en retratos, rituales y festejos, la promoción de la representación iconográfica de Carlos II, el último Austria de España, culminó en una auténtica fabricación de un monarca, la cual había de suplir la debilidad física y mental del real vástago3.

Con la individualización política en la época contemporánea, la simbología política cumple con dos funciones dialécticamente unidas: la de diferenciar (formas, ideologías y partidos políticos) y la de formar una comunidad política (aunque, de hecho, este mismo concepto de comunidad incluye esa doble idea de separar y unir) animada por un mismo ideal, reunida por unas mismas aspiraciones, en una misma lucha o combate político4. Dicho de otro modo, la simbología política asume una función de socialización política al plasmar y difundir ideas políticas. En España, en el caso de la monarquía liberal, que no habría de asentarse verdaderamente hasta la accesión al trono de la hija de Fernando VII, la representación icónica de la joven reina adquirió, sobre fondo de guerra civil, la forma de auténtica propaganda política que promovía la imagen de Isabel II como encarnación de la nación española en clave liberal en pugna contra el carlismo. Alegóricamente, la alianza de la monarquía con el pueblo se encarnaría en la pareja formada por la matrona y el león, imagen que se venía gestando desde la Guerra de la Independencia5.

A pesar de la heterogeneidad ideológica de la sublevación iniciada en la bahía de Cádiz contra Isabel II, el primer programa político del gobierno provisional consigna los grandes principios democráticos: sufragio universal, libertades de reunión, de asociación, de prensa y de culto. ¿Cómo habría de encarnarse en la simbología política esta ruptura democrática, que en la misma coyuntura de la Revolución de Septiembre de 1868 significaba, concretamente, la desaparición física y simbólica del cuerpo real como encarnación de la nación? En esta etapa intermediaria, que resultaba ser un ambiguo vacío en cuanto a forma política —el pronunciamiento se había mutado en antidinástico y democrático sin llegar a ser antimonárquico—, se centrará esta aproximación en la que se estudiará cómo la simbología buscó, a la vez, reflejar el cambio político e inscribirse en una genealogía liberal, entrelazando tradición nacional e influencias simbólicas foráneas.

Al son del Himno de Riego

Creado en el Trienio Liberal como marcha militar para la columna de Riego en su periplo de enero a marzo de 1820 a través de Andalucía, condenado a la clandestinidad en la restauración absolutista, el Himno de Riego se convirtió en emblema de la unión liberal contra la ofensiva carlista de 1833. Silenciado en la década moderada, el himno liberal resurgió en el trienio esparterista y en la posterior Revolución de 1854 para culminar con la Revolución de septiembre de 18686. Tanto la literatura popular como la prensa y, posteriormente, las memorias de los políticos habrían de dar fe de la invasión sonora del espacio público por el viejo himno liberal que acompañó y acompasó la Revolución de septiembre de 1868. En Cádiz, la banda del regimiento de Cantabria «lanzó al aire los entusiastas ecos del popular Himno de Riego» en la mañana del 19 de septiembre de 18687. En Madrid, el pintor francés Henri Regnault, entonces afincado en España, describió en una carta dirigida a su padre el 29 de septiembre las calles madrileñas recorridas por batallones a los que encabezaba la música que tocaba «el himno nacional de Riego» que es «la Marsellesa española», como explicaba8. En sus memorias, el republicano Conrado Roure evocaba el júbilo provocado en Barcelona por la huida de la reina e indicaba que «los estudiantes organizaron manifestaciones, recorriendo las calles y lanzando vítores sin fin, al igual que las bandas militares, que hacían lo propio entonando el Himno de Riego»9. Elías Reclus, que acompañó como corresponsal de La Revue politique a Fernando Garrido en un viaje por Cataluña poco después de la Revolución de 1868, contó cómo los recibió el Himno de Riego en varias etapas (Cassá de la Selva, Palamós...), aunque también sonó en ocasiones, según relataba, el Himno de Garibaldi10. Además de las recurrentes evocaciones, las menciones «himno nacional» o «popular himno» no solo atestiguaban el arraigo social y político del himno del liberalismo español, sino que lo convertían en auténtico emblema de la Revolución de 1868. Así, en el teatro político que floreció entonces11 y que se inscribía en una larga tradición liberal como instrumento de propaganda cívica12, el Himno de Riego era de obligada aparición al final de las obras en loor de la Revolución de 1868. El viejo canto patriótico no solo plasmaba el triunfo de la revolución sobre la tiranía, sino que, al coincidir su ejecución con la aparición de la bandera nacional, cobraba este himno liberal la categoría de símbolo nacional, aunque no oficial. Y un folleto barcelonés de 1868 o 1869 titulado «Triunfo de la libertad» escenificó así visual y sonoramente la partida de la depuesta reina: «Los nobles ingenieros que en San Sebastián formaron en el andén de la estación el día que la exreina salió para su destierro, dirigiéndose al vecino Imperio, la despidieron como a Majestad tocando la marcha real. Cinco minutos después la misma música que tales honores la prodigaban, a los gritos de “viva la libertad, abajo los Borbones”, lanzaba al aire el patriótico Himno de Riego»13.

Poca duda cabía de que, en aquel contexto, el sintagma «marcha real» se cargaba de otro significado, como bien lo daba a entender la despedida en la estación de San Sebastián14. Ejecutado a continuación del himno real, el Himno de Riego cobraba claramente un sesgo simbólico de ruptura y legitimación de la nueva etapa política que entonces se abría.

Encarnar la soberanía nacional: destrucción y construcción de símbolos

Mientras se celebraba la Revolución colocando banderas con las inscripciones «¡Abajo los Borbones! ¡Viva la soberanía nacional!»15 y cantando el Himno de Riego, se producían en muchas ciudades de España destrucciones y sustituciones que pública y simbólicamente expresaban el sesgo, si no antimonárquico, al menos antidinástico de la Revolución. Fueron muchos los retratos y bustos de Isabel II que se tiraron por las ventanas de los ayuntamientos y otros edificios institucionales, llegándose a arrastrar la efigie de la derrocada reina por las calles. También se reflejó la ruptura política en los cambios de nombres de calles con rotura de lápidas referidas a la realeza y sustitución por letreros alusivos a los caudillos, la revolución o la nación16. En la Puerta del Sol, el general Ros de Olano y, en otras partes de Madrid, los militares que confraternizaban con los civiles arrancaron las insignias reales de sus uniformes «sustituyéndolas algunos por cintas de colores que simbolizaban la “Libertad, la Patria y la Nación”»17. Se adornaron los balcones de edificios institucionales (ayuntamientos, la Diputación de Barcelona) con los retratos de los héroes de la Revolución, principalmente el de Juan Prim y también el de Espartero que, aunque no había participado en la Gloriosa, era el referente liberal por antonomasia. También se pasearon dichos retratos en varias ciudades. Estos rituales se arraigaban en una triple tradición: religiosa (las procesiones), monárquica (los séquitos reales) y propiamente liberal, cuando en el Trienio se exhibió reiteradamente el retrato de Rafael del Riego en procesiones cívicas18. Otro acto simbólico de la era de libertad que se iniciaba fue la plantación de árboles de la libertad, como, por ejemplo, en Barcelona en la plaza de la Universidad19. Esta costumbre arraigada en el folklore francés (el árbol de mayo), aunque de signo sedicioso a veces, posteriormente politizada con la Revolución francesa, había sido asimilada por el liberalismo español20.

La Gaceta de Madrid, órgano oficial del Gobierno desde la época de Carlos III y convertida a partir de la edición del 30 de septiembre en órgano «del Gobierno y la opinión», se haría eco de los actos oficiales que celebraron el triunfo de la Revolución. Se trataba de escenificar en vistosas funciones callejeras la fusión del pronunciamiento militar con la población civil. Así pasó con la función cívica que tuvo lugar en Madrid el 3 de octubre de 1868 para «solemnizar el triunfo de la gloriosa revolución española y la fraternidad del Ejército y pueblo»21. Posteriormente, la entrada en la capital de las tropas del ejército libertador de Andalucía, compuesto de regimientos de gran parte de la geografía española, dio lugar a revista militar, seguida de desfile vitoreado por el pueblo, mientras el ejército «demostró su ardor y sus simpatías por la causa de la libertad», como rezaba el comentario de la Gaceta de Madrid22.

Asimismo, la cabecera de esta publicación oficial habría de reflejar el cambio político al día siguiente del destronamiento de Isabel II. En efecto, el escudo de armas de los Borbones se vio sustituido, en su edición del 30 de septiembre de 1868, por una alegoría femenina que, con balanza de la justicia y caduceo en mano, y acompañada de un león y un gallo, pisoteaba un perro, símbolo de la tiranía o la discordia. Al suprimir los emblemas personales de la dinastía borbónica que se ostentaron en el encabezamiento hasta el 29 de septiembre, se significaba que ya no era la nación patrimonio de una familia, sino que era dueña de sus destinos. La viñeta, aunque diseñada probablemente en la emergencia, no dejaba de ser indicio del conglomerado ideológico del pronunciamiento militar y movimiento juntista que acababa de derrocar a Isabel II al reunir o fusionar varias tradiciones nacionales y foráneas. La soberanía nacional, encarnada en la efigie femenina, cobraba visos de sabor republicano al verse incluido en la composición el gallo, claro empréstito a la iconografía francesa. En efecto, el gallo había experimentado una evolución semántico-política parecida a la del león en la iconografía española: tras asimilarse con la monarquía francesa, cobró en el periodo revolucionario francés un simbolismo identificado con la libertad y el pueblo victorioso, hasta llegar a ser uno de los emblemas de la República francesa23. Sin embargo, es cierto que en la imaginería política española, ya a principios de la era isabelina, el gallo se asimilaba con la libertad por una especie de procedimiento silogístico: el gallo es el emblema de Francia, Francia es el país de la libertad, el gallo es, pues, el símbolo de la libertad24.

A partir del 1 de enero de 1869 ostentaría el encabezamiento de la Gaceta de Madrid una figura femenina mucho menos revolucionaria, recostada en el escudo de España y acompañada del león, lo cual recogía la alegoría de la monarquía liberal: la matrona y el león. En realidad, la imagen emblema de la España democrática se acoplaba, en parte, al dictamen emitido por una comisión mixta que había reunido a miembros de las Academias de Historia y de Bellas Artes. Dicha comisión había de traducir emblemáticamente el decreto emitido por el Ministerio de Hacienda el 19 de octubre de 1868, en el que confluían el deseo de plasmar en la moneda «la figura de la patria y el escudo de las armas de España», emancipados de todo poder personal, y la reforma del sistema monetario por el que se creaba la peseta25.

Inspirándose en los ejemplos de Inglaterra y Suiza, que representaban en sus monedas la imagen de la nación con alegorías femeninas (Britannia y Helvetia), y especialmente en el de la Francia del 48, que «para simbolizar la República tomó una bellísima cabeza de las medallas sicilianas antiguas», la comisión propuso la figura de España (Hispania) grabada en el reverso de algunas medallas del emperador Adriano. Se concretó así la propuesta de la comisión en una «matrona recostada en los Pirineos, rodeada del Océano, con los pies en el Estrecho, la rama de oliva en la mano y la diadema en la cabeza, que será el símbolo pedido de la soberanía de la nación»26. La reposada matrona geográfica era la encargada de encarnar la ruptura revolucionaria y la asunción democrática, aunque recuperando una figura enraizada en la historia, la alegoría romana, con un toque propiamente hispánico, ya que el emperador Adriano había nacido en la Bética.

Como ya observó el medievalista francés Michel Pastoureau, los símbolos no nacen ex nihilo, son constantes préstamos resemantizados. Eso mismo había pasado con la simbología de la Francia revolucionaria deudora de la simbología romana27. En el caso de la España de la Gloriosa, la figura femenina encargada de representar el poder exclusivo de la nación, rescatada de la antigüedad por los académicos, sacaba su legitimación a la vez de la ruptura revolucionaria y de la tradición histórica, abandonando, sin embargo, la figura del león vinculada a la monarquía en las eras medieval y moderna y, en los albores de la edad contemporánea, cuando emerge la nación española. La efigie femenina de la soberanía se acuñaría en la peseta en 1869, cuya creación sería elogiada en Francia, como lo reflejó, por ejemplo, el parisino Le Monde Illustré, que publicó en su portada el diseño de ambas caras de la nueva moneda que valoró el diario como «principio de emancipación de este espíritu de exclusivismo que ha mantenido a España fuera del movimiento moderno»28.

Que los símbolos no son creaciones ex novo también lo probaría el escudo elaborado por la misma comisión académica y que habría de figurar en el reverso de las monedas. En este caso se trataba de eliminar las señas relacionadas con las armas de los reyes (especialmente la flor de lis borbónica), con vistas a que el nuevo escudo declarara la historia de la constitución de España «con exclusión de toda idea de familia o de alianza». La comisión propuso un escudo con cuatro cuarteles con las armas de Castilla, León, Aragón y Navarra, a las que se sumaba, en la punta, la granada del reino de Granada. Formaban estos reinos con «los dominios de Ultramar, los Estados componentes de este gran todo» que es España29.

En realidad, la idea de eximir a la nación de toda posesión personal se debía, a principios de la dominación napoleónica, a un afrancesado, Juan Antonio Llorente, quien, para satisfacer una petición de José Bonaparte, rey de España recién proclamado, había ideado un nuevo escudo que representase a la nación y no a una dinastía. Lo que regía el Discurso heráldico sobre el escudo de armas de España30, que habría de inspirar a la comisión formada en 186831, fuera del cambio dinástico, era la voluntad de afirmar la unidad nacional de España siguiendo un modelo nacional unitario importado, el francés.

Como lo preconizara Llorente, los académicos de 1868 propusieron que las columnas de Hércules flanquearan el escudo. Si para el afrancesado: «Desde Herodoto hasta el más moderno de los historiadores griegos y romanos no hay uno que no haya significado a la España por este medio»32, en el dictamen de 1868 las columnas de Hércules ceñidas por la divisa «plus ultra» de Carlos V eran «el glorioso emblema del descubrimiento y ocupación de las tierras ultramarinas»33. En el caso del escudo ideado en los albores de la etapa política que se abría con la Gloriosa, el enraizamiento histórico era doble: la referencia explícita hacia la historia nacional (y no dinástica) e implícita hacia uno de los primeros discursos sobre simbología de España en tanto que nación.

Memoria y contramemoria nacional: monumentalización de la Revolución y primeras conmemoraciones republicanas

La memoria, en tanto que uso político del pasado por un colectivo (Estado, nación, Iglesia, partido o asociación), también forma parte del arsenal simbólico de toda afirmación de un nuevo rumbo político. Las conmemoraciones, las ceremonias rituales, el culto a héroes identificados con la lucha por la libertad o los hechos significativos de la construcción nacional son otras tantas manifestaciones de la memoria34. Se plasmaría esta dinámica memorialística en el espacio público en los meses que siguieron a la ruptura revolucionaria. De cierta forma, se trataba de concretar la nueva nación alumbrada con la ruptura revolucionaria labrando —no solo en sentido metafórico, sino en piedra— una memoria nacional.

Si bien no hubo una política nacionalmente coordinada de la memoria en los primeros tiempos de la secuencia revolucionaria a los que se limita esta aproximación, sí hubo iniciativas personales o por parte de ayuntamientos para traducir en monumentos la nueva era de libertad iniciada con el destronamiento de Isabel II. Más que plasmar la Gloriosa y su aspecto francamente rupturista, se trataba más bien de inscribirla en una dinámica histórica liberal: la Revolución de septiembre de 1868 era un eslabón más de una larga cadena con el que culminaba el liberalismo en clave democrática. Los proyectos buscaban, de forma significativa, enlazar episodios históricos (fueran revolucionarios o no) con la Revolución de 1868, compaginando, además, la dimensión local con la nacional. Dos casos pueden ejemplificar esta doble dinámica: el de Salamanca, que idea un monumento «que recuerde las gloriosas fechas del 12 de julio de 1812 y la del 29 de septiembre de 1868»35, y el de Almería, que prevé erigir un monumento «a los que murieron en 1823 en defensa de la libertad en aquella libre población»36. Asimismo, el historiador del arte Carlos Reyero menciona para los años del Sexenio casos de monumentos cuyos orígenes se remontaban a épocas anteriores a la etapa democrática y que no llegarían a realizarse hasta el periodo de la Restauración, como, por ejemplo, la estatua de Juan Lanuza en Zaragoza, que ideológicamente conectaba con la coyuntura política de la Gloriosa al haber retado el Justicia de Aragón a la autoridad regia37.

Fuera de los proyectos sin realizar, la monumentalización de la Revolución para Madrid, que no había escatimado las escenografías revolucionarias, fue más bien escasa. En efecto, habrían de limitarse las iniciativas a prolongar o exhumar antiguos proyectos, como así ocurrió con dos monumentos que habían sido esculpidos en épocas anteriores, pero que no llegaron a inaugurarse hasta el Sexenio: la estatua de Mendizábal y el grupo escultórico Daoíz y Velarde. Ambos monumentos iban unidos a proyectos urbanísticos más amplios: la plaza del Progreso, que sería adornada por la estatua de Mendizábal, y la plaza del Dos de Mayo, con la de los dos militares que perdieron la vida en la defensa del parque de artillería de Monleón el 2 de mayo de 1808.

El modelo en yeso de la escultura de Daoíz y Velarde había sido realizado por Antonio Solá en Roma entre 1820 y 1822, correspondiendo con la etapa del Trienio Liberal. En aquella etapa se había reactivado el símbolo patriótico y cívico del Dos de Mayo, en tanto que instrumento privilegiado de la afirmación de la ideología liberal contra el absolutismo, como lo ha analizado Christian Demange38. El modelo pasado a mármol en 1830 no llegaría a Madrid hasta 1831, donde sería depositado en el Museo del Prado39. A pesar de que el ayuntamiento de Madrid siguió perpetuando la conmemoración del Dos de Mayo en forma religiosa40, poco se prestaba la época restauracionista a la exhibición de un grupo escultórico inspirado en Los Tiranicidas, auténticos iconos de la democracia ateniense41. Con el Sexenio, el grupo escultórico saldría al espacio público, su destino inicial, y la inscripción grabada por el ayuntamiento popular de Madrid en el pedestal (hoy perdida) resignificaría la escultura en sentido antiborbónico, de acuerdo con la coyuntura revolucionaria. Se trataba de la cita de dos estrofas de la composición poética «El Dos de Mayo» de Espronceda que censuraban al «príncipe, borrón de nuestra historia»42; versos que serían borrados tras la proclamación de Alfonso XII. Con la inauguración de la escultura, que oportunamente se verificó el 1 de mayo de 1869, el ayuntamiento de Madrid deseaba privilegiar la acción sobre el recuerdo dolorido que era el que se plasmaba en el Campo de la Lealtad donde se erguía el obelisco conmemorativo desde 1840: «El Ayuntamiento Popular ha empezado este año acudiendo antes al teatro del combate que al sitio de las ejecuciones, como para señalar al pueblo madrileño que antes de derramar llanto por las víctimas debe templar su corazón en el templo de los héroes»43.

La estatua del «patricio liberal» Mendizábal, también realizada en una época anterior, el Bienio Progresista, por José Gragera y depositada en el Casón del Buen Retiro, experimentó semejante recuperación coyuntural al verse dedicada a la exaltación de las conquistas de la Gloriosa. La plaza del Progreso, que se había edificado en 1848 en el emplazamiento del derribado convento de la Merced, fue objeto de remodelación para la colocación de la estatua que había sido decidida por la Junta Provisional Revolucionaria el mismo 29 de septiembre de 186844. La breve crónica de la inauguración de la estatua publicada por El Museo Universal se abría —como viendo en ello una afortunada coincidencia— recalcando que esta se verificó «el mismo día en que tuvo lugar la promulgación del código político», el 6 de junio de 186945. Al evento aportaron la debida solemnidad la presencia de los miembros del poder ejecutivo, del ayuntamiento y el discurso de Nicolás María Rivero. Pascual Madoz, quien había formado parte de la comisión que había aceptado el proyecto de Gragera en 1855, pronunció a la intención del homenajeado «un conciso panegírico de sus virtudes y patriotismo» en una plaza vistosamente adornada con cintas encarnadas, amarillas y moradas, en la que se había instalado un tablado para la banda de música que tocó por la noche durante la iluminación46.

Los avatares de ambas esculturas no dejaban de ser representativos de las vicisitudes del liberalismo decimonónico sometido a la alternancia entre progresistas y moderados. Otros monumentos conmemorativos en épocas anteriores habían sufrido una historia accidentada. Este era el caso del obelisco del Dos de Mayo del Campo de la Lealtad, en el paseo del Prado, cuyo proyecto inicial se remontaba a 180847. Parecida o incluso peor fortuna había de experimentar el Panteón Nacional, proyectado ya en 182148. La coyuntura de la Gloriosa significó, paradójicamente, su fastuosa culminación y su definitiva frustración. El que había de ser lugar de memoria de la nación sería reconfigurado, tras un embrollado proceso, en «Panteón de Hombres Ilustres», que debía reunir a militares y políticos relevantes en la trayectoria liberal de España. Dicho panteón se ubicaría décadas más tarde junto a la Basílica de Atocha49.

El madrileño Panteón Nacional, inaugurado en junio de 1869, que se inspiraba en los modelos de Westminster de Londres, Santa Croce de Florencia y Santa Genoveva de París, había de servir de instrumento de pedagogía nacional y ciudadana, congregando en su seno a los españoles más insignes en las artes, las ciencias o las armas, desde Juan de Mena hasta Gravina, pasando por Quevedo y el Conde de Aranda. También coincidía el proyectado monumento con una resignificación del espacio urbano de corte secularizador y nacionalizador, ya que la iglesia de San Francisco el Grande, reconvertida en Panteón Nacional, debía comunicarse por una gran vía de 1.500 metros —«la calle nacional»— con el Congreso de los Diputados, según el proyecto de reforma urbana diseñado por Ángel Fernández de los Ríos en El futuro Madrid50. La transposición espacial proyectaba la construcción temporal de la nación, uniendo en línea recta el lugar de la memoria de la nación con su presente democrático.

Tras el establecimiento, por el decreto de 31 de mayo de 1869, de la creación de una comisión encargada de inaugurar el Panteón Nacional, el traslado de los restos de catorce grandes hombres insignes debía celebrarse con la máxima pompa solo veinte días más tarde, a pesar de lo azaroso que había resultado localizar y hacerse con dichos restos51. La prensa liberal de la época brindó entusiastas crónicas del tránsito desde la basílica de Atocha, donde habían sido reunidos los restos, hasta el Panteón: un magnífico séquito de dieciséis carros encabezado por el «carro triunfal de España, con los escudos de todas las provincias, las columnas de Hércules, el león y la bandera nacional» y cerrado por el «carro de la fama, con las banderas de todas las naciones de Europa» 52, yendo el carro de cada preeminente personaje adornado con sus emblemas. La solemne ceremonia de panteonización, que quería ser síntesis o culminación de la simbología nacional, reunió a una inmensa concurrencia, permitiendo que las calles vieran «asociados al pueblo y al Gobierno para enaltecer en marcha triunfal la memoria de los filósofos, los poetas, los artistas, los guerreros y los ciudadanos que dieron gloria a la nación», como lo consignó Fernández de los Ríos53.

Pero ¿qué nación? ¿Podían encarnar aquellas celebridades nacional y pomposamente homenajeadas el nuevo rumbo democrático iniciado con la Gloriosa? ¿Por qué estaban ausentes personajes de pedigrí más evidentemente liberal? El imperativo temporal —que los prohombres elegidos llevaran muertos por lo menos cincuenta años— no era probablemente la única justificación de la selección. También era cuestión de llegar a encarnar un indiscutible patrimonio nacional común a través de figuras históricas consensualmente reconocidas por un amplio arco ideológico. Fue un órgano de prensa tradicionalista el que, irónicamente por supuesto, evidenció aquella contradicción: «Pero juzgábamos que la Revolución tenía otros muertos más queridos, otras cenizas más respetables y más en armonía con el progreso de los tiempos. Quintana en vez de Calderón, Riego en vez de Gonzalo de Córdova, Mendizábal en vez del marqués de la Ensenada, San Miguel en vez de Ercilla [...] ¿Por qué revuelve las glorias del oscurantismo, de la ignorancia y de la esclavitud, y no muestra las glorias de las luces, del saber y de la libertad?»54. Y El Pensamiento Español, al paso que criticaba el rumbo anticlerical de la Gloriosa, aportaba su propia respuesta en un falso homenaje a la singladura liberal decimonónica —los caudillos de la Gloriosa no daban la talla comparados con un Riego o un San Miguel— y una auténtica censura al Gobierno de la época.

Dos años más tarde, La Ilustración de Madrid lamentaba que los restos de los «ilustres varones, honra y gloria de la patria», permanecieran aún «desordenada e inconvenientemente hacinados en una capilla», aconsejando que se devolvieran «las veneradas cenizas» a sus primitivos sepulcros55, como finalmente se haría. Así habría de quedar inconcluso durante el Sexenio el que había de ser el lugar de memoria nacional. El Panteón de Hombres Ilustres, que sustituyó, tras numerosas polémicas y luchas, el otrora Panteón Nacional, sería inaugurado en 1902 junto a la vieja basílica de Atocha, siguiendo en parte el proyecto de Fernando Arbós y Tremanti de erigir un vasto complejo real y nacional.

Sin embargo, el inicio de la era democrática había de abrir otros cauces memorialísticos principalmente en la prensa progresista y, sobre todo, republicana. Como lo recordaría La Iberia, la ceremonia del panteón había de coincidir dos días más tarde con una triste efeméride vinculada a los avatares del liberalismo: el aniversario de la sangrienta represión de la sublevación del cuartel de San Gil del 22 de junio de 1866. Mientras dedicaba una triste memoria a aquellos que habían sucumbido, el órgano del progresismo aprovechaba para abogar a favor de la concordia actual entre los hermanos que ayer fueron enemigos56.

En cambio, La Igualdad, el principal portavoz del republicanismo federal, hizo de aquella represión, que había mandado al exilio, entre otros, a Pi y Margall y a Castelar, una evocación muy diferente. El artículo de primera plana, que analizaba la sublevación de junio de 1866 como un golpe de muerte asestado contra la monarquía isabelina, invitaba a conmemorar a las víctimas de aquella represión, concluyendo con un anatema explícitamente dirigido a aquellos que habían participado en la represión y se hallaban ahora en la cúpula gubernativa: «¡Justicia y expiación para sus verdugos cuya impunidad amenaza también de muerte a la Revolución de Setiembre!». El reciclaje democrático de las elites de la Unión Liberal —y, en particular, de Francisco Serrano— dejaba incrédulos a los republicanos. «¿Cómo he de creer yo que son esos señores demócratas? Ya eran talluditos en 1854 para haber sabido lo que era la democracia», había espetado en las Cortes Constituyentes unos meses antes José María Orense a los unionistas57.

El mismo 22 de junio de 1869 estaba convocada una manifestación en la que se invitaba al pueblo de Madrid a conmemorar a las víctimas del 22 de junio de 1866 en una silenciosa demostración «de puro recogimiento y dolor profundo»58. Puntualizaba La Igualdad que la manifestación patriótica en ningún caso iba dirigida contra clases militares o cuerpos del ejército, sino contra aquellos que «humeante todavía aquella sangre con que están manchados, se han apoderado nuevamente del poder y hecho estéril una revolución gloriosa»59. La manifestación que había partido de la Plaza de Oriente recaló en el sitio donde se habían hecho los fusilamientos, donde el ritual adoptado se acoplaba a los rituales liberales: adornos vegetales, bandas de música y discursos de destacados republicanos (Blanc, Soler, Pierrad y Castelar) desde una tribuna portátil60. Si bien en los meses siguientes de la Gloriosa la simbología republicana adquirió gran visibilidad en manifestaciones callejeras61, no era esta la primera conmemoración de este signo celebrada en el espacio público. Por ejemplo, al calor de la Revolución de 1854, el obrero Joan Abella había rendido un sentido homenaje, en el ayuntamiento de Barcelona, al joven líder republicano Francisco de Paula Cuello que había sido asesinado en 185162.

Esa memoria alternativa a la memoria oficial que se quería concretar en el Panteón Nacional también se expresaba en la prensa de sensibilidad republicana, que empezó a edificar, de cierta forma, otros panteones de papel. Por ejemplo, El Cohete de Barcelona63 inició con la Gloriosa una elaboración de una memoria liberal en la sección «Recuerdo histórico» con la evocación de la ejecución de Riego64 y la de Torrijos65. El teatro político, a la par que ensalzó la Gloriosa, también se haría eco de una memoria liberal dolorida, aclimatada por el republicanismo66. Es notable al respecto la obra del joven republicano malagueño Francisco Flores García, ¡11 de diciembre!, escrita en recuerdo de Torrijos, ejecutado en las playas de Málaga. La obra, dedicada a la milicia popular de Málaga y estrenada en esta misma ciudad, se situaba precisamente el 11 de diciembre de 1869 y estaba centrada en la conmemoración y homenaje a Torrijos y sus hombres, compaginando el recuerdo del héroe liberal sacrificado con la propaganda republicana. Es decir, en este teatro político se perfilaba la construcción de una genealogía republicana67.

Pero no se sistematizaría la conformación de una memoria republicana en la prensa hasta la publicación de La Ilustración Republicana Federal, que inició su breve singladura a mediados de junio del año 1871 rindiendo homenaje a la Comuna de París, que había sido sangrientamente reprimida dos semanas antes. Desarrollaría el semanario fundado por Enrique Rodríguez Solís, en afán pedagógico y propagandístico, una amplia celebración de los héroes y mártires republicanos, en una retórica sacrificial inspirada en el liberalismo68. Los nombres de Guillén, Bohórquez y Carvajal, ejecutados durante la sublevación de octubre de 1869, serían reiteradamente invocados en la prensa republicana como mártires de la causa republicana, apuntalando el viejo estereotipo del revolucionario romántico en detrimento del ciudadano69.

«Prim c’est toute l’Espagne»: la Gloriosa y la pintura de historia

A partir de mediados de la centuria, el liberalismo había naturalizado la pintura de historia para narrar la épica nacional, sea utilizando episodios históricos desconectados de la época contemporánea, pero que alegóricamente podían encarnar la ideología liberal, o bien recurriendo a episodios más directamente vinculados al nacimiento de la nación. Es decir, la pintura de historia, vinculada formalmente a la representación de los gloriosos episodios de la historia de España, se mudaba en una pintura encargada de elaborar el relato nacional70. En la primera categoría entra el lienzo Los comuneros Padilla, Bravo y Maldonado en el patíbulo, de Antonio Gisbert, pintado en 1860 para el Congreso de los Diputados. Para el liberalismo decimonónico, el levantamiento comunero era el ejemplo de la rebelión contra la autoridad arbitraria. A la segunda categoría pertenece La rendición de Bailén, actualmente conservada en el Museo del Prado, pintada en 1864 por José Casado del Alisal, otro gran exponente de la pintura de historia. Inspirado estéticamente en Las lanzas de Velázquez, el lienzo era una recreación de aquel momento histórico, ya que la rendición no se había firmado en aquellas condiciones. En esta reconstitución verista, de puro afán didáctico, le tocaba un lugar importante a una representación metonímica del pueblo con la presencia, a la izquierda, junto al cañón, de los guerrilleros (al lado de los militares) que llevan entre sus manos la bandera francesa, hecha añicos, arrancada al enemigo.

La Revolución de 1868 habría de quedar plasmada en dos lienzos, hoy prácticamente desconocidos, que, pese a ello, no dejan de ser significativos símbolos de la Gloriosa, aunque quizá en un sentido diferente del deseado por sus respectivos autores. El cuadro Desfile militar ante el Congreso de los Diputados con motivo del triunfo de la Gloriosa, atribuido a Joaquín Sigüenza Chavarrieta, fue pintado entre 1868 y 187271. El lienzo de reducidísimas dimensiones (38 x 47), poco acordes con el género histórico, se halla hoy expuesto en el Museo del Romanticismo de Madrid72. Con toda probabilidad, se recoge pictóricamente la función cívica organizada por la junta revolucionaria en Madrid el 3 de octubre de 1868, citada más arriba. La composición se reparte de forma algo desequilibrada entre la mole imponente del Palacio del Congreso de los Diputados y los actores de aquella ceremonia, que simbolizan las fuerzas vivas de la Gloriosa: abajo, la muchedumbre (esbozada), es decir, el apoyo civil a la Revolución; en el centro, las tropas revistadas por los oficiales (entre ellos quizá se pueda identificar, de perfil, a Antonio Ros de Olano, capitán general del distrito); arriba, en el vestíbulo del Congreso, la junta revolucionaria, acompañada de otros numerosos espectadores, presencia el desfile. El espacio ­desproporcionado dedicado al Palacio del Congreso (las dos terceras partes del cuadro) quizá busque escenificar la reconquista de la soberanía nacional, mientras en la parte inferior derecha el apretón de manos entre un militar a caballo y un burgués, reconocible por su sombrero de copa, auténtico marcador social, recoge metonímicamente lo que pretendía encarnar la función: la fraternidad del ejército con el pueblo. Aunque esmerado en su factura, este cuadro es difícilmente identificable como «el triunfo de la Gloriosa». Y, en efecto, durante largo tiempo se interpretó como el desfile del ejército de África tras su regreso victorioso de la Batalla de Tetuán73. Sin embargo, la interpretación sesgada del lienzo, sus pequeñas dimensiones, así como su exposición poco vistosa en el Museo del Romanticismo quizá sean significativas del propio arrinconamiento histórico de la Gloriosa.

El otro cuadro histórico referido a la Gloriosa tendría un curioso destino. El lienzo, de generosas dimensiones (315 x 258), representa a Juan Prim «a caballo como verdadero líder revolucionario, llevando tras sí a una gran masa enfervorizada» 74. El mismo general lo había encargado a Henri Regnault, que había presenciado la llegada de Prim a Madrid el 8 de octubre de 1868. Sin embargo, el cuadro no fue del gusto del héroe de la Gloriosa que lo rechazó (ni lo pagó): le chocaba que el pintor francés le hubiera representado pálido, avejentado, sin sombrero, arguyendo, además, que había pedido su retrato y no el de todos aquellos pordioseros (ces gueux) que lo acompañaban75. Con lo cual ­Regnault se llevó el ­despreciado lienzo a Francia, pero conservó, parece, una buena relación con el general, aunque, a modo de chistosa e inofensiva venganza, dio el nombre de Prim a un soberbio lebrel árabe que lo acompañaba a todas partes76. El Estado francés compró el lienzo a sus herederos para el Museo del Luxemburgo en 1872. Tras­ladado el cuadro al Museo del Louvre en 1881, se puede hoy contemplar en el parisino Museo de Orsay. Así se explica que el cuadro «que en sentido estricto representaría la única pintura de exaltación de la revolución del Sexenio»77 ni siquiera se halle conservado en España.

El lienzo, por cierto, no carece de empaque por su monumentalidad, además de ser un magnífico condensado de la pintura del Siglo de Oro (la figura ecuestre de Prim lleva resabios de las representadas por Velázquez) y de referencias más contemporáneas, con reminiscencias del Goya del Dos de Mayo en la abigarrada multitud que se desdibuja en el segundo término y de Delacroix. Así lo apuntó Théophile Gautier en su reseña del salón de París en 1869, en el que había sido presentado el cuadro con gran éxito. Otro crítico, Charles Blanc, incluso escribió que el cuadro le había impactado como lo hubiera hecho un aguafuerte de Goya78. Posteriormente Gautier, gran admirador de Regnault, había de alabar la verdad alcanzada, según él, en el retrato de Prim y en su obra Salomé con estas palabras: «Le portrait de Prim c’est toute l’Espagne, Salomé c’est tout l’Orient»79.

Parafraseando el elogio del escritor francés se podría decir de la obra Prim, 8 octobre 1868, «c’est toute la révolution». En efecto, tanto el propio cuadro como la anécdota en torno a él constituyen una alegoría de la Gloriosa con su paradójica dosis de triunfo y escarnio. La composición remite a la doble dimensión de la Revolución de septiembre de 1868: el evidente protagonismo del elemento militar con la orgullosa efigie del caudillo revolucionario —pintada en contrapicado— con su séquito de soldados en segundo término (a lo lejos se distingue a Milans del Bosch), mezclados, en una factura impresionista, con hombres del pueblo. Estos, que representan la base civil del pronunciamiento, visten una pobre indumentaria con pañuelos atados a la cabeza y parecen entre campesinos y majos de tipo goyesco. Probablemente fuera esta contrastada tipificación artístico-social la que llevara a Gautier a ver en este cuadro un trasunto de la esencia de España. Finalmente, el lienzo cristaliza aquella sublevación triunfadora en toda su ambigüedad y, quizá, toda su esencia, aunque no exactamente en el sentido de Gautier. El desprecio del altivo Prim hacia aquellos «pordioseros» que no merecían ser sujeto icónico reflejaba acertadamente el concepto del pueblo en el imaginario liberal. Es decir, la necesidad del pueblo como base sociológica del liberalismo, pero su marginación como sujeto político, incluso en la Revolución de septiembre de 1868 que desembocó en la primera experiencia democrática española.

Epílogo: símbolos de la nación y emblemas del Estado

Durante mucho tiempo el Sexenio Democrático ha sido objeto de severas críticas en la historiografía española debido a su inestabilidad o su desvío con la preparación en la sombra de la Restauración. Sin embargo, desde principios de los noventa hasta el inicio de la nueva centuria, los estudios históricos sobre el Sexenio Democrático coinciden en la intención de corregir el sello de fracaso que ha lastrado este periodo, considerándose esta breve e intensa etapa histórica como la matriz del Estado democrático que se acabaría implantando80.

Asimismo, en el plano de la simbología política se podría considerar la Revolución de 1868 como crisol y troquel —en sentido propio y figurado— de las posteriores andaduras democráticas de España. En efecto, para diseñar la alegoría que debía figurar a la nación dueña de su destino, la comisión académica nombrada ex profeso recurrió, como lo hiciera la Revolución francesa, a la emblemática romana. En el caso español, se recuperó la matrona Hispania de la época del emperador Adriano, tocándola con la diadema como símbolo de la soberanía nacional, es decir, desechando la corona cerrada, claro símbolo de la monarquía. Otro elemento que resultó de la inventiva simbólica de la Gloriosa, el escudo, se arraigaba en la historia de la formación de España, aunque emancipada de las alianzas reales, esto es, personales. Es decir, la elaboración de emblemas oficiales —del Estado— venían a coincidir con los símbolos de la nación. Sin embargo, tal aclimatación de símbolos de la nación por el Estado no era nueva. Desde mediados del siglo xix, los frontones de edificios oficiales se adornaban con alegorías de España que habían sido alumbradas por la imaginería de la Guerra de la Independencia. Imaginería bélica que había reciclado en sentido nacional la que fuera alegoría de la monarquía. Por tomar un ejemplo, el frontón del Congreso de los Diputados ostenta desde 1848 una alegoría de España abrazando la Constitución del Estado y rodeada de diversas alegorías (Fortaleza, Justicia, Comercio, Agricultura...). El bajorrelieve había sido realizado por Ponciano Ponzano —miembro de la comisión de octubre de 1868—, que sería el escultor de los dos leones que adornan el vestíbulo del Congreso desde 1872. El león era otro símbolo de la realeza convertido en encarnación del pueblo español por la Guerra de la Independencia y que experimentaría una gran fortuna alegórica como seguro símbolo de la fortaleza de España en los conflictos bélicos posteriores a la Guerra de la Independencia: la llamada guerra de África de 1859-1860, la guerra con Estados Unidos de 1898 (se llenarían los periódicos de figuras del desafiante león español luchando con el cerdo estadounidense) e incluso la Guerra Civil de 1936, en la que ambos bandos se adueñarían de dicho símbolo.

Es cierto que en la coyuntura del Sexenio, la asimilación de los símbolos nacionales por el Estado fue efímera, ya que con la accesión al trono de Amadeo de Saboya, tras un dilatado y accidentado proceso, la moneda y el escudo ostentarían la efigie real y su emblema, la cruz de Saboya. Posteriormente al Sexenio, de nuevo se usarían las armas de la dinastía restaurada. Pero la Primera República y la Segunda República usarían este escudo ideado en la Revolución de 1868 y desde 1981 es el escudo oficial de España, aunque acuñado en su centro con las flores de lis de los Borbones81.

Sin embargo, en el plano de la monumentalización no se puede sino reconocer el magro saldo de la Gloriosa y del Sexenio, fruto probablemente de la dificultosa asimilación de la democracia por parte de la cúpula gubernativa del Estado. Lamentaba el crítico Francisco María Tubino, al comentar la Exposición Nacional de 1871, que la escultura se hubiera apartado de la naturaleza y de la vida civil —este arte, comprobaba amargamente, se había convertido en elemento puramente decorativo de los templos— y que estuviera cerrada al pueblo la plaza pública. La azarosa andadura de la escultura El pueblo libre, realizada en 1871 por el escultor alicantino Antonio Moltó Such, es una palmaria prueba de ello82. La figura masculina que encarnaba al pueblo fundía en ella un revoltijo de tradiciones (mitológica, bíblica, renacentista y realista), no sin algún resabio de la iconografía revolucionaria francesa. En la estatua revestida con una piel de león se podía ver al pueblo en un nuevo Hércules, símil hercúleo usado un tiempo en la coyuntura de 1789 en Francia y la inspiración en el David de Miguel Ángel, aunque con tratamiento realista influido por el escultor francés Carpeaux era visible83. Para significar la liberación del pueblo, la estatua blandía en una mano las cadenas rotas de su esclavitud y en la otra una espada. Ganadora de una medalla de tercera clase en la Exposición de 1871, se le vedó, no obstante, a la encarnación del Pueblo libre el reconocimiento público. Aunque el artista donó su obra al Museo Nacional de Pintura y Escultura, no llegó nunca dicha escultura a verse integrada en las colecciones del Museo Nacional del Prado y está hoy probablemente perdida. ¿Es esta otra alegoría de la Gloriosa?


* Este trabajo forma parte del proyecto de investigación «Diccionario de símbolos políticos y sociales: claves iconográficas, lugares de memoria e hitos simbólicos en el imaginario español del siglo xx» (HAR2016-77416-P) financiado por el MINECO.

1 Patrick Boucheron, Paul Mironneau y Jean-Luc Martinez: Théâtre du pouvoir, París, Musée du Louvre-Éditions du Seuil, 2017.

2 Pascal Ory: La culture comme aventure: treize exercices d’histoire culturelle, París, Éditions Complexe, 2008, p. 72.

3 Louis Marin: Le portrait du roi, París, Éditions de Minuit, 1981; Jacques le Goff et al.: Histoire et imaginaire, París, Radio France-Poiesis, 1986; Ernst H. Kantorowicz: The King’s Two Bodies. A Study in Medieval Political Theology, Princeton, Princeton University press, 1956; José María González García: Metáforas del poder, Madrid, Alianza Editorial, 1998, y Víctor Mínguez: La invención de Carlos II. Apoteosis simbólica de la casa de Austria, Madrid, Centro de Estudios Europa Hispánica, 2013.

4 Serge Bernstein: «Symbolique et politique», en Maurice Agulhon, Annette Becker y Evelyne Cohen (eds.): La République en représentations. Autour de l’œuvre de Maurice Agulhon, París, Publications de la Sorbonne, 2006, pp. 43-47.

5 Juan Francisco Fuentes: «Iconografía de la idea de España en la segunda mitad del siglo xix», Cercles: revista d’història cultural, 5 (2002), pp. 8-25.

6 Entre otros ejemplos véanse La Revista Española, 28 de noviembre de 1834; El Eco del Comercio, 18 de enero de 1841, y El Heraldo, 15 de junio de 1843. Para 1854 véanse Conrado Roure: Recuerdos de mi larga vida, vol. I, Barcelona, El Diluvio, 1927, p. 31, y Josep Benet y Casimir Martí: Barcelona a mitjan segle xix. El moviment obrer durant el bienni progressista (1854-1856), vol. I, Barcelona, Curial, pp. 295-299.

7 Santiago Llanta y Guerin: Los diputados pintados por sus hechos: colección de estudios biográficos sobre los elegidos por el sufragio universal en las Constituyentes de 1869, vol. I, Madrid, R. Labajos y Compañía, 1869-1870, p. 96.

8 Citado en María Brey Mariño: Viaje a España del pintor Henri Regnault (1868-1870). España en la vida y en la obra de un artista francés, Madrid, Castalia, 1964, p. 29.

9 Conrado Roure: Recuerdos..., vol. III, pp. 106-107.

10 Elías Reclus: Impresiones de un viaje por España en tiempos de Revolución, Madrid, Pepitas de Calabaza, 2007, pp. 45, 46, 48 y 52.

11 Gregorio de la Fuente Monge: «El teatro republicano de la Gloriosa», Ayer, 72 (2008), pp. 83-119, esp. pp. 92-96.

12 Morales Muñoz rastrea los usos del teatro político desde la Guerra de la Independencia. Véanse Manuel Morales Muñoz: «Cultura y sociabilidad política en el liberalismo radical», en Diego Caro Cancela (ed.): El primer liberalismo en Andalucía (1808-1868): política, economía y sociabilidad, Cádiz, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 2005, pp. 249-295, esp. pp. 254-259, y Florencia Peyrou: Tribunos del pueblo: demócratas y republicanos durante el reinado de Isabel II, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2008.

13 «Triunfo de la libertad», Barcelona, Llorens, s. d. El folleto se conserva en el Arxiu Históric de la Ciutat de Barcelona, rom. reg. 584.

14 Este mismo significado irónico cobrará su ejecución en la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931.

15 Como, por ejemplo, lo ostenta un grabado de Urrabieta: «La Puerta del Sol en la mañana del 29 de septiembre», El Museo Universal, 18 de octubre de 1868, p. 336.

16 Gregorio de la Fuente Monge: Los revolucionarios de 1868. Elites y poder en la España liberal, Madrid, Marcial Pons, 2000, proporciona numerosos ejemplos de destrucción y quema de símbolos e imágenes de la exreina y su dinastía (pp. 99-101). De esta obra tomo prestadas las referencias a los cambios de nombres de calles y paseo de retratos de los caudillos (pp. 101-104). Véase también Manuel Morales Muñoz: «Cultura política y sociabilidad en la democracia republicana», en Rafael Serrano García (dir.): España, 1868-1874: nuevos enfoques sobre el Sexenio, Valladolid, Consejería de Educación y Cultura de la Junta de Castilla y León, 2002, pp. 211-234, esp. pp. 212-215. Para el destronamiento simbólico véase Sergio Sánchez Collantes: «La construcción simbólica del republicanismo español en el Sexenio Democrático», Investigaciones históricas: época moderna y contemporánea, 37 (2017), pp. 132-174, esp. pp. 136-137.

17 Gregorio de la Fuente Monge: Los revolucionarios de 1868..., p. 100.

18 Juan Francisco Fuentes: «La fiesta revolucionaria en el Trienio Liberal español (1820-1823)», Historia Social, 78 (2014), pp. 43-59.

19 Gregorio de la Fuente Monge: Los revolucionarios de 1868..., p. 93. Le Monde Illustré, 6 de marzo de 1869, publicó un grabado según un croquis de Tomàs Padró. De hecho, la plantación de aquel árbol se incluía en los festejos organizados para conmemorar la inauguración de las Cortes Constituyentes y Conrado Roure comenta que desapareció aquella planta al poco tiempo. Véase Conrado Roure: Recuerdos..., vol. III, pp. 204-206.

20 Para la historia y significado del árbol de la libertad véase Mona Ozouf: La fête révolutionnaire (1789-1799), París, Gallimard, 1988. La literatura de cordel de la época isabelina brinda varios ejemplos gráficos de árbol de la libertad.

21 Gaceta de Madrid, 3 de octubre de 1868, pp. 1 y 3.

22 Ibid., 9 de octubre de 1868, p. 10.

23 Michel Pastoureau: Les emblèmes de la France, París, Bonneton, 1998, en la entrada «Coq», pp. 62-83.

24 Por ejemplo, en el romance en catalán de la época de la Revolución de 1840: Cansó Patriótica. Lo gallet del liberal, per un poeta llemosí, Barcelona, Imprenta de Bosch y Comp., s. d.

25 Decreto publicado en Gaceta de Madrid, 20 de octubre de 1868, pp. 7-8.

26 «Informe de 6 de noviembre de 1868, dado al Gobierno provisional, sobre el escudo de armas y atributos de la moneda», Boletín de la Real Academia de la Historia, 4 (1884), pp. 186-191.

27 Michel Pastoureau: «Le coq gaulois», en Pierre Nora (dir.): Les lieux de mémoire. Les France, París, Gallimard, 1997 (reed. Quarto Gallimard, 2004, p. 4308).

28 Le Monde Illustré, 6 de marzo de 1869. Ya el 10 de octubre de 1868, el periódico parisino había declarado su interés por «la nouvelle révolution espagnole», publicando varios croquis del artista barcelonés Tomàs Padró.

29 «Informe de 6 de noviembre de 1868...», p. 188.

30 Juan Antonio Llorente: Discurso heráldico sobre el escudo de armas de España, leído en la Asamblea Nacional española que se celebró en la ciudad de Bayona, imperio de Francia, en el mes de julio de 1808, Madrid, Imprenta de don Tomás Albán y compañía, 1809, pp. 31-32.

31 Véase el artículo de Faustino Menéndez Pidal de Navascués: «Los emblemas de España», en España. Reflexiones sobre el ser de España, Madrid, Real Academia de la Historia, 1998, pp. 429-474, esp. pp. 466-467.

32 Juan Antonio Llorente: Discurso heráldico..., p. 25.

33 «Informe de 6 de noviembre de 1868...», p. 189.

34 La literatura sobre la memoria es prácticamente inabarcable. Me refiero más especialmente a la clásica obra Les lieux de mémoire dirigida por Pierre Nora.

35 La Discusión, 21 de octubre de 1868, citado por Javier Hernando Carrasco: El arte y la Revolución de 1868, Oviedo, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Oviedo, 1987, p. 129.

36 Ibid.

37 Carlos Reyero Hermosilla: La escultura conmemorativa en España: la edad de oro del monumento público, 1820-1914, Madrid, Cátedra-Cuadernos de Arte, 1999, pp. 42-46.

38 Christian Demange: El Dos de Mayo. Mito y fiesta nacional (1808-1958), Madrid, Marcial Pons, 2004, p. 144.

39 Carlos Reyero Hermosilla: La escultura conmemorativa en España..., ­pp. 32-34 y p. 502, y Javier Hernando Carrasco: El arte y la revolución..., p. 87.

40 Christian Demange: El Dos de Mayo..., p. 144.

41 Vincent Azoulay: Les Tyrannicides d’Athènes. Vie et mort de deux statues, París, Seuil, 2014.

42 Cita de las dos estrofas grabadas en el pedestal en 1869 en Carlos Reyero Hermosilla: La escultura conmemorativa en España..., p. 502.

43 Boletín Oficial del Ayuntamiento de Madrid, 8 de mayo de 1869, citado por Javier Hernando Carrasco: El arte y la revolución..., p. 87. Aduciendo los posibles daños de las inclemencias del tiempo en el mármol de Carrara, el grupo escultórico vuelve al museo del Prado en 1876.

44 Datos en Javier Hernando Carrasco: El arte y la revolución..., pp. 85-86.

45 El Museo Universal, 1 de agosto de 1869, p. 247.

46 Gaceta de Madrid, 8 de junio de 1869, p. 4.

47 Christian Demange: El Dos de Mayo..., p. 153.

48 Dictamen de la comisión especial encargada de informar a las Cortes sobre el modo de honrar la memoria de Juan de Padilla y de Juan de la Nuza (sic), y demás principales defensores de las libertades de Castilla y Aragón, Madrid, Imprenta de la calle de la Greda, 1821, parcialmente reproducido por Javier Varela: «La muerte del héroe», Historia Social, 1 (1988), pp. 19-28, esp. pp. 26-27.

49 Para una reconstrucción del largo y complicado proceso véase Carolyn P. Boyd: «Un lugar de memoria olvidado: el Panteón de Hombres Ilustres en Madrid», Historia y Política, 12 (2004), pp. 7-40, esp. pp. 15-39.

50 Ángel Fernández de los Ríos: El futuro Madrid, Barcelona, Los Libros de la Frontera, 1975, pp. 140-141. Esta edición facsímil de la edición de diciembre de 1868 está precedida de una larga introducción de Antonio Bonet Correa.

51 Véase el relato de la dificultosa búsqueda en Ángel Fernández de los Ríos: Guía de Madrid: manual del madrileño y del forastero, Madrid, La Librería, 2002, pp. 442-443 (edición facsímil, Madrid, Oficinas de la Ilustración Española y Americana, 1876). Carolyn P. Boyd, «Un lugar de memoria olvidado...», puntualiza las diferencias entre la lista primitivamente establecida y las forzosas adaptaciones por los obstáculos hallados.

52 Para la descripción precisa de la comitiva véase Ángel Fernández de los Ríos: Guía de Madrid..., pp. 444-447.

53 Ibid., p. 444.

54 «El paseo de los héroes», El Pensamiento Español, 21 de junio de 1866, p. 2.

55 La Ilustración de Madrid, 15 de noviembre de 1871.

56 «22 de junio», La Iberia, 22 de junio de 1869.

57 Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, 22 de febrero 1869, p. 93.

58 Alocución «Al Pueblo de Madrid» de la comisión organizadora, recogida en La Igualdad, 22 de junio de 1869.

59 Ibid.

60 Ibid., 23 de junio de 1869.

61 Sergio Sánchez Collantes: «La construcción simbólica del republicanismo español...», pp. 139-142. Para la visibilización de la simbología republicana en Barcelona véase Pere Gabriel: «Visibilitats polítiques i vertebració social del món obrer i popular de Barcelona, 1868-1874», Barcelona Quaderns d’Història, 15 (2009), pp. 53-77.

62 Josep Benet y Casimir Martí: Barcelona a mitjan segle XIX..., vol. I, p. 536. La Ilustración Republicana Federal le rindió homenaje el 31 de mayo de 1872. En Conrado Roure: Recuerdos de mi larga vida, vol. I, pp. 23-27, se evoca el asesinato de Cuello y la muda protesta en su entierro. Para los primeros signos de visibilización republicana (prensa, manifestaciones...), especialmente en el Trienio esparterista, véase Antonio Eiras Roel: El partido demócrata, 1849-1873: los primeros demócratas, Madrid, Ediciones 19, 2015, pp. 96-151 (1.ª ed., 1961). Para el periodo isabelino véase Florencia Peyrou: Tribunos del pueblo: republicanos y demócratas en la España isabelina, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2008.

63 Se publicó desde el 1 de octubre al 14 de noviembre de 1868.

64 El 4 de octubre de 1868.

65 El 4 noviembre de 1868. El siguiente 11 de diciembre se erigió en Málaga un monumento conmemorativo a Torrijos y sus compañeros, como lo indica Manuel Morales Muñoz: «Cultura política y sociabilidad...», p. 216.

66 Véase Marie-Angèle Orobon: «Morir por la libertad. Muerte y sacrificio en la cultura política liberal del siglo xix», en Julien Lanes Marsall y Maitane Ostolaza (eds.): Las culturas políticas en la España del siglo xix, París, Éditions Hispaniques, 2010, pp. 52-78.

67 De la Fuente Monge recalca la importancia de este teatro político, dedicado a cultivar la memoria y la identidad, así como la reivindicación por los republicanos de figuras del liberalismo para «dar una imagen de antigüedad a su partido». Véase Gregorio de la Fuente Monge: «El teatro republicano...», p. 116.

68 Véase Antonio Elorza: «La Ilustración Republicana Federal (1871-1872). Los temas de la mentalidad republicana», en La prensa ilustrada en España: las «Ilustraciones», 1850-1920, Montpellier, Université Paul Valéry-Montpellier III, 1996, pp. 283-302.

69 Román Miguel González: La pasión revolucionaria: culturas políticas republicanas y movilización popular en la España del siglo xix, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007, p. 312. Algunos ejemplos de este panteón literario en este semanario republicano: la presidenta de la sociedad Mariana Pineda, Margarita S. de Celis, dedica una poesía a Rafael Guillén y a Cristóbal Bohórquez (15 de octubre de 1871); en este mismo número se halla un grabado de la muerte del diputado constituyente Rafael Guillén; el 8 de octubre de 1871 se conmemora la muerte de Froilán Carvajal, fusilado en Ibi (Alicante) el 8 de octubre de 1869; la edición del 23 de agosto de 1872 rinde homenaje a Sixto Cámara, «mártir de la causa republicana», aunque este no había muerto ejecutado.

70 Los trabajos sobre pintura de historia de Carlos Reyero Hermosilla, así como los de Tomás Pérez Vejo, son de indispensable consulta.

71 Una reproducción del lienzo se halla disponible en Wikimedia. Recuperado de internet (https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Desfile_militar_ante_el_Congreso_de_los_Diputados_con_motivo_del_triunfo_de_la_Gloriosa_(Museo_del_Romanticismo_de_Madrid).jpg).

72 Datos recogidos de la ficha catalográfica del museo.

73 La ficha catalográfica explica que esta hipótesis fue desechada recientemente por los trabajos realizados en uniformología militar por Vicente Alonso Juanola. Sigüenza es también autor del lienzo Sr. Duque de la Torre jura como Regente en las Cortes de 1869, que en puridad no se puede considerar como representación de la Gloriosa. El único rastro que he encontrado de este cuadro es su reproducción fotográfica por Jean Laurent, consignada en el catálogo de la Biblioteca Nacional de España.

74 Javier Hernando Carrasco: El arte y la revolución..., p. 102. Una reproducción del lienzo se halla disponible en Wikimedia. Recuperado de internet (https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Henri_regnault,_juan_prim,_8_ottobre_1868,_1869,_01.JPG).

75 Henri Ballière: Henri Regnault, 1843-1871, París, Libraire Académique Garnier et Cie., 1872, pp. 49-53. El biógrafo del malogrado Regnault (murió con veintiocho años en el sitio de París) dedica unas páginas entusiastas a dicho cuadro.

76 Ibid., p. 52.

77 Javier Hernando Carrasco: El arte y la revolución..., p. 102.

78 Manet Velasquez. La manière espagnole au xixe siècle, París, Musée d’Orsay, 2002, pp. 392-393.

79 Citado en Arthur Duparc (ed.): Correspondance de Henri Regnault, París, Charpentier et Cie., 1873, p. 364.

80 En el dosier de la revista Ayer consagrado al Sexenio Democrático, Rafael Serrano García desarrolla la historiografía en torno a esta etapa histórica desde el centenario de la Gloriosa. Véase Ayer, 44 (2001), pp. 11-32. Véase también la obra de Ana Clara Guerrero Latorre, Juan Sisinio Pérez Garzón y Germán Rueda Herranz: Historia política (1808-1874), Madrid, Istmo, 2004.

81 Véase Faustino Menéndez Pidal de Navascués: «Los emblemas...», pp. 468-470.

82 Puede verse una reproducción fotográfica con datos sobre la localización de esta obra en Carlos Reyero Hermosilla: Escultura, museo y Estado en la España del siglo xix. Historia, significado y catálogo de la colección nacional de escultura moderna, 1856-1906, Alicante, Fundación Eduardo Capa, 2002, p. 261.

83 Esta influencia de Jean-Baptiste Carpeaux, contemporáneo de Moltó, viene señalada por Joan Feliu Franch: Dinero azul cobalto: el negocio americano de la cerámica en la provincia de Castellón en el siglo xix, Castelló de la Plana, Servicio de Publicaciones de la Universidad Jaume I, 2005, pp. 21-22.