Ayer 105/2017 (1): 77-102
Sección: Dosier
Marcial Pons Ediciones de Historia
Asociación de Historia Contemporánea
Madrid, 2017
ISSN: 1134-2277
DOI: 10.55509/ayer/105-2017-04
© Javier Pérez Núñez
Recibido: 13-11-2015 | Aceptado: 21-09-2016
Editado bajo licencia CC Attribution-NoDerivatives 4.0 License

Los amigos de Espartero. La construcción de la red de los ayacuchos*

Javier Pérez Núñez

Universidad Autónoma de Madrid
javier.perez@uam.es

Resumen: Estudio del grupo, principalmente militar, de los llamados ayacuchos que, en torno al general Espartero y a través de su participación en las guerras de la independencia, de emancipación hispanoamericana —fundamentalmente— y carlista, construyeron una importante red de relaciones. Este entramado y la vinculación al liberalismo progresista facilitaron que, con el triunfo de la revolución de 1840 y el acceso de aquél a la regencia, pasaran a ocupar los puestos claves de la dirección del Estado. Incapaces de desprenderse de la cultura militar aprendida, introdujeron métodos castrenses en la acción política y administrativa, gobernando España como si fuera un «cuartel nacional».

Palabras clave: redes, prosopografía, militarismo, historia política, historia sociocultural.

Abstract: This study addresses a group of chiefly military ayacuchos who gathered around General Espartero. Through their participation in the wars of independence in Latin America and the Carlist War in Spain, they forged a strong network of relationships. Espartero became the regent of Spanish following the triumph of a progressive liberal revolution in 1840, which, in turn, allowed these men to achieve key positions in government. Unable to leave behind their ingrained military culture, the members of this network imported military practices into the political and administrative sphere, ruling Spain as «national encampment».

Keywords: networks, prosopography, militarism, political history, cultural history.

«El Ministerio entrante es calificado como de la peor extracción ayacucha. Y yo pregunto: ¿qué significado tiene esta palabra y qué se quiere expresar con ella? Ni Espartero estuvo en la batalla de Ayacucho, funesta para nuestra nacionalidad en América, ni los feligreses de su camarilla, a quienes acusamos de infinitos males, pelearon tampoco en aquella célebre acción de guerra. Esto es tan peregrino como el llamar borracho a José Bonaparte, que no lo cataba. La imaginación popular emborrona la historia y luego nos cuesta Dios y ayuda descubrir con raspaduras la verdad».

(Benito Pérez Galdós, Los Ayacuchos, Madrid, Establecimiento Tipográfico de la Viuda e Hijos de Tello, 1900, p. 66).

Las tramas de la red ayacucha

Este trabajo, más que pretender, como planteaba el insigne literato Benito Pérez Galdós en uno de sus Episodios Nacionales, eliminar las raspaduras de los rumores y de la imaginación popular para descubrir la verdad, busca simplemente clarificar un tanto la fisonomía del grupo, principalmente militar, que acompañó a Baldomero Espartero durante el corto tiempo que estuvo al frente de la regencia. Así, lo que nos proponemos es definir a los «amigos de este general», los ayacuchos; averiguar los perfiles que les son comunes, que les hacen compartir una misma cultura y entablar relaciones permanentes, es decir, reconstruir el entramado reticular que formaron.

Antes de nada, para ello necesitamos conocer los antecedentes sociales, la generación a la que pertenecieron, la procedencia territorial, la ubicación y posición en la estructura social, y la formación recibida, porque con esta información podremos advertir si eran partícipes de un determinado nivel cultural que les facilitara una intercomunicación lo suficientemente inteligible como para articular una red. También ayuda mucho, para un diálogo más fluido y cercano, contar con unos mismos recuerdos indelebles, como la participación en la guerra de la independencia. Por eso, saber cuándo y cómo se sumaron a las filas del nuevo ejército nacional, en qué medida les afectaron los cambios de la guerra y la revolución liberal, y por qué, al terminar el enfrentamiento con los franceses, optaron de manera generalizada por seguir la carrera militar, resulta de suma importancia.

Obviamente, con independencia de las razones de cada uno, esta decisión común es básica, la clave que permite articular la red. Debe acompañarse de la integración en los ejércitos formados contra los levantamientos independentistas sudamericanos porque les permitió juntarse y, dado su aislamiento en cuanto a militares europeos, interconectarse los unos con los otros y establecer distintos círculos de relaciones: castrenses, político-masónicas y de simple y pura amistad. Pues bien, entre las relaciones sociales, estas últimas son las más fuertes y duraderas, y por eso detrás del término ayacuchos, conferido por el nombre de una batalla perdida, lo que hay es un grupo de colegas militares.

Si en la estancia en América se asienta esta camaradería, debemos averiguar cómo subsiste durante la dispersión y el ostracismo de los tiempos oscuros del absolutismo fernandino. Indagar sobre la suerte deparada a cada uno y sobre la ayuda prestada por los que se encontraron en mejor situación a los que cayeron en desgracia, nos puede aportar alguna de las razones para explicar la persistencia del grupo. Esta unión permaneció y durante la guerra carlista, que les volvió a juntar en el bando constitucional, se conformó el entramado reticular de los ayacuchos. Su consolidación exigió que todos los miembros asumieran una misma política y estrategia militar, un determinado modelo de Estado liberal y de régimen representativo, y el liderazgo del general Espartero. Y supuso descartar a otros posibles candidatos a la jefatura, solventar ciertas disensiones y aceptar algunas disidencias.

De esta manera, articulada y afianzada la red ayacucha, con el triunfo en la guerra civil y la adhesión a la revolución de 1840 se presentó como el grupo más idóneo para hacerse con las riendas del poder. Examinamos muy someramente su actuación política durante el trienio 1840-1843 en lo que hemos calificado como «régimen esparterista». Lo entendemos en un sentido amplio (liderazgo del general Espartero, cultura cívico-militar, populismo militar, militarización de la política...) porque es el que mejor se ajusta al enfoque de redes sociales que se sigue en este estudio y con el que se quieren aprehender la estructura de poder e influencia y, en general, las relaciones entre los componentes del fugaz régimen político encabezado por ese militar 1.

Primeros perfiles: el ser ayacucho

Ante la influencia adquirida en los negocios del Estado por Baldomero Espartero (1792-1879) desde que en septiembre de 1836 fue nombrado general en jefe del Ejército del Norte, pero, sobre todo, a partir de la conclusión de la guerra carlista en el País Vasco y Navarra con la firma del Convenio de Vergara, el 1 de septiembre de 1840, el mismo día que arrancaba en Madrid la revolución gloriosa, el periódico conservador El Correo Nacional publicó un bosquejo biográfico del «hombre —comenzaba el artículo— que tenía en este momento en sus manos los destinos de España». Había llegado su hora y también —se significaba—, dada «su marcada preferencia», la de los que como él, entre 1815 y 1824, habían participado en las guerras contra los insurgentes de América del sur, los llamados —un tanto despectivamente— «ayacuchos», en referencia a la capitulación de Ayacucho que puso fin a la dominación española y que a su retorno a la Península formaron, según ese diario, «una especie de confederación» 2.

A ella pertenecieron militares, cuyas hojas de servicio comenzaron con la guerra de la independencia y que, en casi todos los casos, alcanzaron el generalato, como Isidro Alaix Fábregas (1789-1853), Juan Antonio Aldama Irabien (1786-1863), César José Canterac Dorlic D’Ornezan (1786-1835), José Carratalá Martínez (1781-1855), Valentín Ferraz Barrau (1792-1866), Andrés García Camba de las Heras (1790-1861), Alejandro González Villalobos (1784-1859), José Santos Hera y de la Puente (1892-1859), Facundo Infante Chaves (1790-1873), Francisco Linage Armengol (1795-1848), José Narciso López Oriola (1797-1851), Rafael Maroto Ysern (1783-1853), Juan Antonio Monet y Barrio (1781-1837), José Ramón Rodil Pampillo (1789-1853), Antonio Seoane Hoyos (1790-1862), Miguel Luciano Torre Pando (1786-1843), Jerónimo Valdés Sierra (1784-1855) y Antonio Van Halen Sarti (1792-1858), y civiles, como Antonio Felipe González González (1792-1876). A su regreso a España, se fortalecieron entre ellos los vínculos de camaradería y compañerismo trabados en América: primero, ante la marginación y ostracismo, cuando no persecución, de los tildados o reconocidos liberales dispensada por la despótica reacción absolutista fernandina, y segundo, porque en la guerra carlista, con la excepción de Rafael Maroto, todos se volvieron a juntar en el mismo bando, el constitucional liberal.

Pero este largo conflicto civil no sólo sirvió para afirmar entre compañeros de armas una importante red de relaciones castrenses, sino también políticas. Así fue, sobre todo, a partir de agosto de 1836 con la recuperación de la Constitución gaditana, cuando este grupo más o menos se adscribió ideológicamente al liberalismo progresista, al tiempo que se afirmó el liderazgo de Baldomero Espartero. Algunos como César José Canterac y Juan Antonio Monet no pudieron proseguir; otros como Juan Antonio Aldama, Alejandro González Villalobos o José Santos Hera se desligaron al optar por el liberalismo moderado. Salieron éstos y se sumaron otros como Evaristo San Miguel Valledor (1785-1862) y Martín Zurbano Baras (1788-1845), a quienes la afección al progresismo y, sobre todo, a Baldomero Espartero durante la contienda carlista suplió la carencia de la faceta americana. De esta manera, salvo los excluidos, todos esos nombres interrelacionados entre sí estuvieron dispuestos a asumir, como lo hicieron, las tareas principales del gobierno y de la administración del Estado cuando triunfó la revolución de septiembre de 1840 y, sobre todo, cuando este general, en mayo de 1841, se convirtió en regente 3.

Antecedentes sociales: entre familias acomodadas de la periferia

Cuando alcanzaron el cenit en sus carreras públicas, los «amigos de Espartero» se encontraban en la franja de edad de cincuenta-cincuenta y cinco años, es decir, pertenecían a la generación de tránsito del siglo xviii al xix, de crisis del Antiguo Régimen, de las revoluciones liberales y nacionales atlánticas, de la expansión del imperio napoleónico y del arranque de la transformación industrial británica. Tiempos de cambio que los perciben desde la perspectiva del sujeto colectivo que en España iba a liderarlo, ubicado territorialmente en la periferia. Así es, la mayoría de los miembros de la futura red ayacucha procedían de las cornisas cantábrica, desde el País Vasco hasta Galicia, y mediterránea, desde Sevilla a Barcelona, y de las provincias cercanas (Burgos, La Rioja y Huesca). Eran pocos los naturales del interior (González e Infante de Badajoz; Espartero de Ciudad Real, aunque vivió en La Rioja, y Linage de Zamora) y sólo dos de fuera de España, López de Caracas (Venezuela), pero de origen vasco, y Canterac de Lot-Garona (Francia), al que por ello llamarían «el gabacho», aunque desde muy niño residió en la ciudad condal.

Si el alejamiento del poder central puede generar una mayor propensión a favorecer el cambio, se incrementa más aún cuando además se pertenece al sector social que lo auspicia. En efecto, los futuros ayacuchos cuentan con unos antecedentes familiares que les sitúan, salvo unos pocos casos, en la nobleza más o menos arraigada (Monet y Van Halen), en la pequeña nobleza (Canterac, Ferraz, San Miguel y Torre Pando) y, sobre todo, en la mayoritaria condición no hidalga, eso sí, relativamente acomodada. Gran parte de ellos eran hijos de pequeños hacendados, pero también los había de empleados públicos (Aldama, García Camba y San Miguel) y de comerciantes (González Villalobos y López), mientras que sólo unos pocos lo eran de militares (Alaix, Canterac, Maroto, Monet y Van Halen).

De esta manera, contaron con una situación familiar lo suficientemente desahogada que les permitió adquirir una educación superior, al alcance de muy pocos en aquella época. Así, en las Universidades de Santiago de Compostela, Sevilla, Oviedo, Valencia y Zaragoza cursaron estudios de Derecho, respectivamente, García Camba, Infante, Valdés, Carratalá y Antonio González. Sólo de estos dos últimos tenemos constancia que los concluyeran, el cuarto lo hizo al filo del inicio de la guerra de la independencia y el quinto más tarde, siendo el único que no siguió la carrera militar, dedicándose al ejercicio profesional de la abogacía. Ferraz y Seoane debieron adquirir un aprendizaje similar, mientras que San Miguel cursó artes y humanidades en la Universidad de Oviedo, y Rodil cursó teología en la de Santiago de Compostela, terminando los estudios también antes del enfrentamiento contra los franceses. En esta línea se encuentran las enseñanzas recibidas por Espartero en el Estudio General de los dominicos de Almagro (Ciudad Real), bajo la tutela de su hermano mayor Manuel, miembro de esta orden, y por Zurbano en el Seminario de Logroño, que tuvo que abandonar pronto por la prematura muerte de su padre.

Junto a ellos, otro grupo siguió la tradición familiar. La actividad mercantil marcó el primer tramo de la vida de González Villalobos, que con tal objeto estudió en el Colegio de San Telmo de Málaga; de Narciso López, que en Valencia (Venezuela) trabajó al tiempo en el establecimiento paterno y acudió a la Academia de Matemáticas, y de Santos de la Hera, que con su hermano se dedicó al comercio en Bolivia. La carrera de las armas hizo lo propio en los casos de Alaix, Canterac, Maroto, Monet y Van Halen. Siguieron sus pasos, rompiendo con el ejemplo familiar: Aldama, que prefirió la milicia a la judicatura paterna; Linage, que también optó más tarde, en 1815, por ella frente a su hermano, que lo hizo por la administración civil; San Miguel, que antepuso entonces la espada a la pluma y a la tradición administrativa y académica familiar; y Torre Pando, que parece que fue la que le correspondió por ser el tercero de los hermanos.

Por tanto, en términos generales, los ayacuchos contarían con un nivel cultural relativamente alto que, siendo más o menos generalizado, les facilitaría el acceso a las nuevas corrientes de pensamiento ilustrado y liberal, la intercomunicación más fluida entre ellos y la propia articulación de la red. Además, esta superior formación les proporcionaría los recursos necesarios para ejercer, junto a la actividad militar, la política, no sólo en el ámbito de la administración militar, sino también en el de la civil, tanto en la faceta parlamentaria como en la gubernativa. Así, como luego iremos viendo, al margen de los que después se distanciarían política e ideológicamente, todos ellos, con la salvedad de Zurbano, contarían en uno u otro momento con un asiento en alguna de las cámaras y un número importante también con alguna responsabilidad ministerial 4. También la mayor instrucción conseguida les permitiría afrontar obras literarias de cierta envergadura, como fue la edición y redacción del periódico liberal El Espectador, que tanto en su primera época, durante el Trienio Liberal, como en su segunda, bajo la regencia de Espartero, enlazó a Antonio González, Facundo Infante y Evaristo San Miguel. Con este último, finalmente, se puede decir que los ayacuchos alcanzaron las cotas intelectuales más altas, ya que su extensa obra política e histórica le convirtieron en uno de los publicistas más importantes de su época y en uno de los más eminentes políticos y pensadores del Partido Progresista.

La guerra de la independencia les hace militares

Fue la guerra de la independencia la que decantó por la carrera militar a la mayoría de los que no lo habían hecho antes. Muchos de ellos, en calidad de estudiantes universitarios o licenciados, fueron llamados por las juntas patrióticas territoriales a ingresar en los nuevos cuerpos armados o en las academias militares abiertas a todos, conformando ya un nuevo ejército nacional antes de su consagración por las Cortes de Cádiz. Así, al estallar la guerra en la primavera de 1808, Espartero y González Villalobos se alistaron como soldados distinguidos en los regimientos de infantería de Ciudad Real y de Montesa, respectivamente, pero mientras el primero, dada su juventud, se incorporó seguidamente en el batallón de voluntarios de la Universidad de Toledo y después en la academia militar de la isla de León (Cádiz), graduándose como subteniente a principios de 1812, el segundo entró en campaña, ostentando el grado de teniente a la conclusión de 1808. En los casos de Valdés, Carratalá e Infante fueron, respectivamente, las juntas de Asturias, Alicante y Extremadura las que los promovieron a capitán en el regimiento de Cangas de Tineo y a subtenientes en los de infantería de Almansa y de leales de Fernando VII de Badajoz, ascendiendo al poco a tenientes. Por su parte, los gallegos Rodil y García Camba se integraron en el batallón de cadetes literarios de la Universidad de Santiago de Compostela, pero mientras el primero continuó graduándose en 1809 como subteniente, el segundo se incorporó al regimiento de caballería de húsares de Galicia. En este mismo cuerpo, pero de Castilla, ingresó Antonio González, mientras que Ferraz lo hizo en el regimiento de dragones del rey, donde alcanzó el empleo de alférez a finales de 1809, y Seone inició su carrera militar como guardia de corps, ascendiendo a teniente en 1810. Por último, Santos de la Hera, emigrado a Argentina, a finales de 1810 ingresó en el cuerpo de infantería de Buenos Aires, graduándose como subteniente a principios de 1812, y Zurbano se integró en la partida guerrillera de Cuevillas.

De esta manera, estos futuros ayacuchos y también los otros, los que habían ingresado en el ejército con anterioridad (los recordamos: Alaix, Aldama, Canterac, Maroto, Monet, San Miguel, Van Halen y Torre Pando), participaron en las sublevaciones populares y patrióticas contra la ocupación francesa. Se subordinaron a las nuevas instituciones nacionales surgidas de éstas y se integraron en el ejército regular igualmente nacionalizado, en el que los primeros, gracias a su instrucción, como hemos visto, se graduaron rápidamente como oficiales, quemando en algunos casos las etapas seguidas por los segundos. En cualquier caso, todos ellos formaron parte del nuevo ejército liberal, en el que todos los ciudadanos debían participar sin excepción (la nación en armas) y cuya carrera militar estaba abierta a todos sin distinción. También dentro de este ejército, al servicio de la nación, la contribución militar al logro de su independencia o liberación del dominio napoleónico marcó sus vidas no sólo por el recuerdo bastante indeleble que, como todos los enfrentamientos bélicos, dejó en ellos, sino porque, con la salvedad de González y Zurbano, les determinó a continuar en la carrera de las armas 5.

Así, con la terminación de la guerra no se plantearon la vuelta a la vida civil, concluir los estudios pendientes o dedicarse a la actividad profesional para la que se habían formado. Tampoco, por lo menos por el momento y excepto algún caso, quisieron seguir el ejemplo de otros oficiales e intentar frenar mediante pronunciamientos el retroceso absolutista de Fernando VII, a pesar de la marcada influencia que en alguno de ellos tuvieron las ideas liberales, como fueron los casos de Evaristo San Miguel, que a lo largo de su presidio en Francia durante casi toda la guerra se vio atraído por esas tendencias ideológicas y por las logias masónicas, o de Espartero e Infante, a los que no pudo por menos de afectar el eco de los debates constitucionales desarrollados durante su presencia en la gaditana isla de León.

América: la articulación de la red básica

Por tanto, excluidos los anteriormente citados, todos los demás —incluidos los dos que faltaban, López y Linage, que iniciaron la carrera militar en América en 1814 y en España en 1815, respectivamente— siguieron en las fuerzas armadas. Continuaron aun cuando el impulso inicial en el escalafón se relajó después, al resultar, en términos generales, muy cortos los reconocimientos por méritos de guerra. Así, a la conclusión de ésta sólo se encontraban en la cima de la oficialidad Canterac, que era coronel, y Aldama, González Villalobos, Maroto, Monet, Torre Pando y Valdés, que eran tenientes coroneles. Pues bien, para la promoción de éstos en el escalafón, el alcance de su posición por parte de los otros o para superar el enrarecimiento de sus carreras por reyertas con otros militares (como les ocurrió a Valdés y Van Halen), la participación en la guerra contra los procesos de emancipación sudamericanos constituía una gran oportunidad. Tanto más cuanto, con la recuperación del trono y del absolutismo por Fernando VII, se siguió una política militar discriminatoria en favor de la oficialidad proveniente del ejército del antiguo régimen y en detrimento de la nueva oficialidad del ejército nacional, que además era visto con suspicacia por sus veleidades liberales.

Por esta razón, casi todos, voluntaria u obligadamente, pero con agrado y también con cierta presunción por haber formado parte del ejército que primero había derrotado a las tropas napoleónicas, fueron a América. Faltó San Miguel porque el llamado ejército expedicionario de ultramar acantonado en Cádiz, al que estaba incorporado, nunca embarcó para su destino y se convirtió en la fuerza de choque que en 1820 impulsó la recuperación de la Constitución de 1812. Tampoco se presentaron a esta primera gran cita americana de 1815-1816, que principalmente a las órdenes del general Pablo Morillo concitó al grueso de las fuerzas españolas y de los futuros «amigos de Espartero», los extremeños Antonio González e Infante. Pero sí acudieron después, cuando escogieron esas tierras como lugar de exilio para poder salvarse de la cruenta represión de la monarquía absoluta restaurada en 1823 6.

El objetivo primario del destino americano se cumplió: se consolidaron las carreras militares con reconocimientos profesionales y ascensos en el escalafón. Así, los que antes se encontraban en la cúspide alcanzaron el generalato y también lo lograron algunos más, como Carratalá, García Camba y Rodil. Otros, como Alaix, Ferraz, Espartero, Seoane y Van Halen, ascendieron a los puestos más altos del rango de oficiales. Además, fue entonces cuando entre ellos se articularon distintos círculos de relaciones que, solapándose unos con otros, acabaron perfilando el grupo después denominado ayacucho. Estos círculos fueron ante todo de conexiones de carácter militar, pero también las hubo políticas y culturales, y no faltaron las de pura camaradería y amistad.

De aquéllos, el más destacado fue el que aglutinó al mando militar, el que enlazó al general José de la Serna, primero, como general en jefe del Perú y, después, como virrey, con Canterac, el segundo de la jerarquía, y con González Villalobos, Moret y Valdés, que seguían en el rango. Entre ellos y sus subordinados se crearían nuevos círculos: con Canterac se relacionarían Carratalá, Ferraz y Rodil; con González Villalobos, al menos Santos de la Hera y Espartero; con Monet, Rodil y Alaix, integrados en el regimiento Infante Don Carlos y siendo los dos últimos amigos ya desde la guerra de la independencia; y con Valdés, Espartero, Ferraz, García Camba y Rodil. Aunque se vinculan unos con otros por asuntos eminentemente castrenses (acciones y enfrentamientos militares, mandos de plazas y territorios, convenios y acuerdos), al encontrarse aislados en América formando lo que De la Serna llama «el partido de los oficiales europeos», entre ellos se desarrollarían las principales relaciones sociales.

A estos círculos militares, con el sentimiento corporativista a ellos agregado, se les añadieron otros de carácter político liberal que, debido a la prohibición y persecución por la monarquía absoluta, se llevaron a cabo en la clandestinidad y el secretismo de las sociedades o logias masónicas. Así, ya en el viaje a América, en la fragata de guerra Venganza, que zarpó de Cádiz en mayo de 1816, se fundó «La Logia Central La Paz Americana del Sud», en la que Valdés ostentaba el título de maestro venerable, Seoane de primer vigilante y Ferraz de segundo vigilante. Con una clara orientación en favor del cambio constitucional, esta sociedad, después de instalada en 1817 en Lima, contaría con Canterac, García Camba y Rodil como nuevos adeptos y, paralelamente, enlazaría con otra establecida en la citada ciudad andaluza para conseguir la afiliación previa a la partida hacia América. Por su parte, los que se quedaron en España (Infante y San Miguel), como ocurriera en muchos cuartos de bandera, también participaron con otros reconocidos militares liberales (como José María Torrijos) en una sociedad masónica de similares características creada a la sombra del Colegio de Ingenieros de Alcalá de Henares (Madrid) 7.

En ambos casos existe una total imbricación entre la masonería y el liberalismo. En el último todos los mencionados formaron parte del plantel de oficiales del pronunciamiento liderado por Rafael Riego a principios de 1820. Además, triunfante, durante el Trienio Liberal se involucraron totalmente en el régimen, ocupando puestos de relevancia política. Infante fue diputado por Extremadura y San Miguel fue ministro de Estado durante la primera parte de la etapa del gobierno exaltado iniciada en el verano de 1822, después de sofocarse la rebelión absolutista de la guardia real.

En el primer caso, los militares adscritos a la citada logia, los tildados como «los constitucionales masones», estuvieron detrás del llamado motín de Aznapuquio. Perpetrado a finales de enero de 1821, ocasionó la sustitución como virrey de Joaquín de Pezuela, marqués de Viluma, por José de la Serna, conde de los Andes, que hasta entonces había ostentado la jefatura del ejército del Alto Perú. Detrás de este derrocamiento, porque es lo que fue, hubo motivos personales y militares, pero, sobre todo, políticos; aquél era un devoto absolutista, mientras éste se acercaba más al liberalismo imperante en España. En el cambio acometido aquí, en la Península, también participó Seoane, al formar parte de la embajada enviada por De la Serna para explicar a Fernando VII la sustitución en la cabeza del Virreinato 8.

Contra esta segunda experiencia constitucional muy pronto hubo levantamientos realistas, pero sólo finalmente, contando con el apoyo de las tropas galas de los Cien Mil Hijos de San Luis, lograron terminar con ella, posibilitando otra vez la restauración del absolutismo fernandino en una nueva fase mucho más recalcitrante que la anterior. De los militares retornados de América sólo Linage se sumó a la reacción, mientras que Aldama, Seoane y Van Halen, siguiendo los pasos de Infante y San Miguel, descollaron en la defensa del régimen constitucional. Así, Infante, Aldama y Van Halen se significaron en el rechazo al retorno del absolutismo, inicialmente, frente a la rebelión de los guardias reales en julio de 1822 y, después, resistiendo a las fuerzas realistas en Cádiz, los primeros, y en Galicia, el último. Por su parte, San Miguel y Seoane se distinguieron en el ejército de operaciones de Cataluña al mando del general Francisco Espoz y Mina.

Este ejemplo lo siguieron las tropas del ejército del sur del Alto Perú que, teniendo a Valdés como general en jefe y a Carratalá, Espartero, Ferraz, Santos de la Hera y García Camba como mandos intermedios, tuvieron que sofocar el levantamiento realista protagonizado en febrero de 1824 por el general Pedro Antonio Olañeta. Este conflicto interno dentro del ejército colonial español, réplica de la guerra realista en la Península, mermó mucho sus posibilidades de acción contra las milicias independentistas. Así se puso de manifiesto el 9 diciembre en la batalla de Ayacucho (Perú), donde la fuerza armada española comandada por el virrey De la Serna (y teniendo a Canterac como jefe del Estado mayor y a Valdés, Monet, González Villalobos, Carratalá y Ferraz como jefes de las divisiones) fue ampliamente superada por la del ejército unido libertador del Perú al frente del general Antonio José Sucre. Con la capitulación firmada por éste y Canterac, y cuya autoría se señala a Carratalá, se completaba la emancipación americana de España, reconociendo la independencia de Perú, y se dejaba en libertad a los militares españoles, asumiendo los gastos de su retorno y la deuda contraída por España.

Cumpliendo lo acordado, la mayoría de los que ya podemos denominar ayacuchos seguidamente regresaron a España. Embarcaron a comienzos de 1825 en la fragata francesa Ernestina para arribar en el puerto de Burdeos al concluir el mes de mayo. A Filipinas se trasladaron García Camba y Santos de la Hera, posponiendo su vuelta definitiva a España hasta 1835, si bien el segundo, casado con la hija del retrógrado marqués de Zambrano, estuvo aquí desde 1826 y después en Cuba desde 1831. Tardaron más en irse de Perú aquellos que les costó aceptar la capitulación. No nos referimos a Olañeta, que, opuesto al grupo de los ayacuchos, no la reconoció hasta que en abril de 1825 se sublevaron las tropas a su cargo. Apuntamos a Rodil, comandante general del Callao y de la provincia de Lima, y a su colega y subordinado, Alaix, comandante de Lima, que se acantonaron en la fortaleza del Real Felipe de aquella ciudad portuaria hasta que, ante la falta de víveres y de hombres, la aparición de enfermedades y la acción militar ejercida por Simón Bolívar, tuvieron que claudicar el 23 de enero de 1826 9.

Cuando se produjo la batalla de Ayacucho, Espartero, que había mantenido un comportamiento político en línea con el de sus correligionarios (apoyo al motín de Aznapuquio y rechazo del levantamiento realista de Olañeta), estaba en Burdeos de regreso de Perú, después de haber cumplido con la comisión encargada por el virrey De la Serna e informado a Fernando VII sobre la situación militar en la que se encontraba ese territorio. Por aquel entonces San Miguel, que como miembro del ejército constitucional derrotado por el absolutismo había estado internado en uno de los depósitos distribuidos por Francia, se encontraba exiliado en Londres, vinculado al círculo liberal exaltado del general Torrijos. Y González, Infante y Seoane, igualmente comprometidos con la causa liberal, después de permanecer un tiempo en Gibraltar se habían dirigido vía Brasil a Perú, y allí, en el departamento de Santa Cruz, bajo el control del reaccionario Olañeta, fueron apresados, pero con el desconcierto creado por el enfrentamiento militar consiguieron la liberación. La contemporización de éstos con la insurgencia, facilitada por la coincidencia política liberal y el ideario masónico, resultó crucial para la vida de Espartero. Así fue, ya que éste, a su regreso a Perú, fue acusado de espionaje y, encarcelado, se le condenó a la pena de muerte. Al final, gracias a la mediación de aquéllos ante Bolívar, se logró la concesión del indulto. De esta manera se abría un nuevo círculo de relaciones dentro del grupo de los ayacuchos que, fundado en la camaradería y el patriotismo, enlazaría férreamente a Espartero con González, Infante y Seoane.

Pues bien, para la posterior activación política de este grupo fueron fundamentales las tareas inmediatas llevadas a cabo por los nuevos incorporados: la labor como abogado ejercida por González durante diez años en Arequipa (Perú), la gestión como ministro de la Gobernación realizada por Infante entre 1826 y 1828 durante la presidencia de la República de Bolivia por el general Sucre o la propia emigración de Seoane a Gran Bretaña y su vinculación con San Miguel 10.

Los tiempos oscuros del absolutismo fernandino

Mientras tanto, los otros ayacuchos que se encontraban en España tenían bastantes dificultades para acomodarse al nuevo ejército que se estaba reorganizando tras la liquidación del Trienio Liberal. Los más comprometidos con este régimen que no se habían exiliado, como Aldama o Van Halen, no tuvieron nada que hacer: su hoja de servicios se quedó en blanco entre 1824-1833. A Zurbano la fortuna le sonrió algo más, ya que resultó absuelto de la causa instruida por su adhesión a la Constitución de 1812. Sobre los genuinos ayacuchos, los que habían participado en la batalla, recaía el oprobio de la derrota que supuso el fin del imperio español y la proclividad al liberalismo. Por eso se les dispensó una fría acogida e, impidiéndoles entrar en Madrid, se les mantuvo sin destino y se pospuso la revalidación de los empleos alcanzados hasta tanto se averiguara su actuación en América. Sólo se otorgó un trato más favorable a «los últimos de El Callao», a Rodil y Alaix, y con mayores cautelas, salvándose de los anteriores, a Monet, por su talante más conservador que le había hecho mantener la fidelidad al depuesto virrey, el realista Pezuela.

De esta manera, Canterac, Carratalá, Ferraz, González Villalobos y Valdés permanecieron en situación de cuartel, con encargos de escasa enjundia para sus rangos o políticamente muy comprometidos (mando de voluntarios realistas). Santos de la Hera, Espartero y Maroto, aunque no participaron en la batalla de Ayacucho, tuvieron una suerte parecida. También López, que se asimiló totalmente a los anteriores por haber perdido en 1823 la provincia de Maracaibo (Venezuela), que estaba bajo su mando, y por ello, después de su estancia en Cuba, a su retorno a España en 1827 fue igualmente marginado. Por el contrario, a Rodil, después de su regreso de Perú, se le otorgó el mando de la brigada de cazadores provinciales de la guardia real y ya en 1829, contando con la protección del ministro de Hacienda Luis López Ballesteros, se le encomendó como inspector general la organización del nuevo cuerpo de carabineros de costas y fronteras. En ambos destinos consiguió que le acompañara su amigo Alaix, ostentando en este último encargo la secretaría de la inspección, y todo parece indicar que su influencia estuvo detrás del abandono de la licencia indefinida de Linage y su nombramiento como capitán del nuevo cuerpo policial de aduanas, porque su defensa del absolutismo en el Trienio no había sido suficiente para borrar las suspicacias por sus anteriores amistades liberales. Pero también Fernando VII puso a prueba su fidelidad al encargarle en 1830 interinamente la Capitanía General de Aragón cuando se produjo la incursión de los exiliados liberales españoles por la frontera pirenaica. Igual que con Rodil lo hizo con Monet, al que, después de otorgarle el mando de una brigada de infantería de la guardia real, en 1831 le nombró comandante general del campo de Gibraltar, centro operativo de esa misma oposición liberal al régimen.

Con los sucesos de La Granja de septiembre de 1832, que definieron ya a los ultrarrealistas como carlistas y enemigos de la monarquía fernandina, y a los realistas reformistas, ligados a la causa de Isabel, como principal fuerza gubernativa, los ayacuchos, adheridos a esta opción, con excepción de Maroto, recibieron por fin los destinos acordes con su graduación. De esta manera sus nombres se barajaron en el proceso de sustitución de los mandos desa­fectos y de afirmación de los capitanes y gobernadores militares con la asunción de las funciones policiales y el control de los voluntarios realistas. Monet, como ministro de la Guerra hasta finales de año, tuvo una cierta participación en estos cambios y en la inclusión de los ayacuchos en los reemplazos. Lo hizo especialmente con Canterac, al que, sacándole del ostracismo, nombró gobernador militar de Madrid. Seguidamente éste pasó como comandante al campo de Gibraltar, mientras él lo hizo como capitán general, primero, a Castilla la Nueva y, después, a Baleares (donde estaba Espartero desde 1831).

También fueron promocionados los compañeros de armas de América. Así, en 1833 ostentaban las comandancias o los gobiernos militares siguientes: Alaix, emancipado ya de Rodil, de Jaén; Aldama de Cuenca; Carratalá de Gerona, primero, y de Tarragona, después; Ferraz de Murcia, para seguidamente hacerse cargo como brigadier coronel del regimiento de granaderos a caballo de la guardia real; González Villalobos de Ciudad Rodrigo; Valdés de Cartagena; y Rodil se puso al frente de la Capitanía de Extremadura 11. De esta manera sumaron sus esfuerzos para evitar el levantamiento carlista y, al no lograrlo, durante la guerra se encargaron de organizar y dirigir las fuerzas armadas de la monarquía constitucional isabelina.

La guerra nacional carlista: los ayacuchos ya o los incondicionales de Espartero

A lo largo de este dilatado conflicto civil de siete años, que coincidió con la regencia de María Cristina, fue cuando los círculos de relaciones creados en América y bastante silenciados durante el absolutismo se difuminaron para formar ya el grupo más o menos compacto de los ayacuchos. Alcanzando casi todos sus componentes el generalato, en este tiempo fue cuando se produce una suerte de sustitución en la jerarquía, asistiéndose a partir de septiembre de 1836, con el nombramiento de Espartero como general en jefe del ejército del norte, a un paulatino proceso de afirmación de su liderazgo. También fue entonces cuando el grupo se concilia por una solución nacional de la guerra, sin intervención extranjera, y comparte un ideario político liberal progresista templado.

Hasta esa fecha, durante más o menos la etapa del régimen del Estatuto Real, en el país vasco-navarro, principal escenario de la guerra, se concitaron Espartero, Alaix, Carratalá, Santos de la Hera, San Miguel, Van Halen, Zurbano, Rodil y Valdés, ocupando principalmente los distintos mandos provinciales o regionales del ejército isabelino. Pues bien, apartado Monet de la escena pública por su orientación reaccionaria y habiendo fallecido Canterac en el asalto a la Casa de Correos de Madrid en enero de 1835, cuando era capitán general de Castilla la Nueva, todo apuntaba a Rodil y Valdés como los indicados a asumir la primacía del grupo. No fue así porque, aunque ostentarán la jefatura del ejército del norte —el segundo en dos ocasiones— y ocuparán la responsabilidad ministerial del departamento de Guerra, éste en el ejecutivo conservador de Martínez de la Rosa y aquél en el progresista de Mendizábal, no fueron más que dos nombres de dos largas listas. Una sucesión de los responsables en ambos cargos que no denotaban más que el fracaso de las fuerzas armadas constitucionales frente a las carlistas.

A este desaliento se sumaba la polarización del grupo en torno a la política militar: Valdés, Ferraz y González preconizaban, como auspiciaban el Partido Moderado y el anterior gobierno de este sesgo conservador, la búsqueda de la cooperación extranjera para terminar lo más rápidamente posible con el conflicto civil; San Miguel, López y Espartero eran reacios y defendían hacer la guerra con los hombres y recursos nacionales, como así lo arbitraría el citado ejecutivo progresista con la quinta de los 100.000 y la desamortización eclesiástica. También había posiciones contrarias con respecto a la transformación liberal del régimen. Así, mientras Valdés y Ferraz abogaban por la reforma paulatina; Gónzalez, Infante, Seoane y San Miguel, tanto desde la tribuna parlamentaria como desde la de la prensa, lo hacían por el cambio radical y avalaban para conseguirlo el recurso a la movilización popular, miliciana y juntista. Así, apoyaron la movilización del verano de 1836 que, con la coacción final a la regente de los sargentos de la guarnición del palacio de La Granja, recuperó la Constitución de 1812.

Estas disensiones, aunque quebraron algo el grupo, no terminaron con él. Hubo abandonos por la derecha (Aldama, González Villalobos y Santos de la Hera), pero el grupo se pudo recomponer. Lo favoreció la permanencia de contactos entre sus componentes por medio de algo que era común entonces y a lo que ellos ya estaban familiarizados, una sociedad secreta con rasgos masónicos, la conocida por «Hijos del Sol». También contribuyó a ello la participación de Antonio González en la Logia de Oriente, ya que permitió contar con una importante agenda de contactos civiles liberales. Además, colaboró en la afirmación de la red, la reconducción doctrinaria del texto gaditano en la Constitución de 1837, en cuya elaboración participaron como diputados constituyentes esos ayacuchos estrechamente vinculados con la obra del Trienio Liberal. Pero, sobre todo, porque, al tiempo de coadyuvar en la transformación del progresismo en un partido respetable y responsable de gobierno, se sumaron a otros como García Camba o Rodil y participaron en la gestión, principalmente en la administración militar, central y territorial.

Con todo, lo que verdaderamente aunó y cohesionó al grupo fue Espartero y su progresivo encumbramiento tras su nombramiento como general en jefe del ejército del norte. Promovido el 16 septiembre de 1836 por el entonces ministro de la Guerra, Rodil, la base de su ascenso se asentó, por un lado, en el decaimiento de éste por la frustración militar que supuso la imparable expedición del general carlista Gómez y, por otro, en el éxito que significó el levantamiento del tercer sitio de Bilbao a finales de 1836. Este triunfo —por el que se le concedió el título de conde de Luchana—, otros consecutivos y su importante aportación al fracaso de la expedición del pretendiente a Madrid le fueron otorgando una mayor autoridad ante la regente y en los negocios públicos. Así se pudo constatar en su promoción a la presidencia del gobierno que, producida a la caída en agosto de 1837 del Ministerio de Calatrava tras la confusa insubordinación de los oficiales de la brigada de Van Halen, no aceptó; también en su permanente influencia en el nombramiento de los titulares del Ministerio de la Guerra e inclinación por los ayacuchos (San Miguel o Alaix), o en su ascendiente para lograr recursos y ascensos para sus tropas.

De esta manera, con el declive del carlismo ante el ejército constitucional fortalecido ya con los ingresos de la desamortización, Espartero afirmó su posición frente a militares como Fernández de Córdoba o Narváez, promovidos por el Partido Moderado. También se distanció del programa que desde el poder esta formación intentaba implementar. Así, no compartió la propuesta de solicitud de ayuda e intermediación a la monarquía francesa para terminar con la guerra. En su lugar, como los progresistas, lo único que contemplaba para su conclusión era una solución nacional, es decir, con fuerzas (ejército y milicia nacionales), recursos (bienes nacionales) y principios políticos (patria, independencia, libertad y Constitución) nacionales. Igualmente desde esta perspectiva entendió el Convenio de Vergara que, encumbrándole a lo más alto con el título de duque de la Victoria, significó la terminación de las hostilidades en las provincias vascas y Navarra. Firmado el 31 de agosto de 1839 a la par con su antiguo compañero ayacucho Maroto, fue un acuerdo militar que suponía el reconocimiento del trono de Isabel II y de la Constitución de 1837, a la que se debían adecuar las importantes pervivencias forales vascas. Por el contrario, los moderados abogaban entonces por el mantenimiento íntegro de éstas, porque pensaban ya en un régimen constitucional que, atemperado con las reformas local, electoral, de imprenta y de la milicia nacional coetáneamente planteadas, estuviera cercano al sistema del Estatuto Real 12.

Espartero, como es sabido, acabó expresando su rechazo a esta actuación y programa por medio del famoso manifiesto de Mas de las Matas de diciembre de 1839, firmado por su secretario de campaña Linage, convertido en su portavoz. Pero hasta el triunfo de Morella, que certificó el fin de la guerra y le convirtió en un gran héroe nacional, y hasta la inclinación sin ambages de María Cristina por los conservadores al sancionar su propuesta de contrarreforma de administración municipal, no se aunó con la formación progresista y sus reivindicaciones. Eso sí, se comprometió firmemente porque, tanto en el pulso que durante el verano mantuvo con la regente como después, una vez que el 1 de septiembre de 1840 eclosionó en Madrid la revolución gloriosa, defendió al «partido liberal llamado del progreso» como el auténtico garante de la regencia, del trono de Isabel II, de la Constitución del Estado y de la independencia nacional. Esta actuación fue compartida y auxiliada por eminentes ayacuchos como González y Ferraz, que asumieron consecutivamente la presidencia del primer gobierno de progreso ensayado en agosto, o Rodil y Van Hallen, que se hicieron cargo, respectivamente, de las Capitanías Generales de Castilla la Nueva y Cataluña, principales escenarios de las movilizaciones.

El general en su laberinto: el régimen esparterista

La Revolución Gloriosa triunfó cuando el 16 de septiembre de 1840 María Cristina nombró a Espartero presidente del Consejo de Ministros. Al hacerlo le confirió un poder inusitado hasta entonces a nadie asignado, ya que no sólo le otorgó plenos poderes para tomar las medidas necesarias en aras a lograr la concordia nacional y para elegir a los ministros, sino que, además, le mantuvo como general en jefe del ejército. En ese momento nacía el esparterismo. Lo hacía porque en esta doble confluencia del poder civil y militar, afirmado con la asunción el 10 de mayo de 1841 del cargo de regente, se halla la primera y más fuerte seña de identidad del régimen.

Lo calificamos con su nombre porque, aunque el duque de la Victoria inaugurara lo que la historiografía ha venido a llamar «el régimen de los generales», para significar el predominio militar en el sistema político durante la era isabelina, con él, a diferencia de lo que ocurrió con los otros «espadones románticos», se alcanzó la máxima concentración de poder al agregar esa primera magistratura. Tanto más cuanto la ejerció, si no exactamente a la manera de la madre de Isabel II, sí como un monarca constitucional, conforme a la lectura doctrinaria del régimen de las dos confianzas instaurado por la Constitución de 1837. Con Espartero el trono nunca fue un sillón vacío ni fue una autoridad neutra, sino un poder político efectivo 13.

Él y sus colegas militares asumieron la interpretación de la prerrogativa regia otorgada por los principales mentores de esa Carta Magna, los progresistas templados. Lo hicieron así porque en el liberalismo individualista posrevolucionario donde éstos se ubicaban, ellos se encontraron antes, durante y después de la movilización del verano de 1840 promovida por esa formación liberal. Todo indica que la condición sine qua non impuesta por el duque de la Victoria para ponerse al frente fue la exclusión de las reivindicaciones federalistas y democráticas demandadas por el sector radical y otros grupos de la izquierda. Así se hizo, y salvo por la importante renuncia de María Cristina a la regencia —que él ocupó—, el punto de llegada de este levantamiento fue el mismo que el de agosto de 1836. De esta manera, se afirmó categóricamente el régimen constitucional entonces aprobado, se volvió a programar un ajuste centralizador y censitario de la administración local, y se siguió con la eliminación de las trabas y liberalización del sistema económico (diezmos, mayorazgos, desamortización eclesiástica...). En definitiva, este ideario liberal individualista caracterizó al esparterismo y en él se apoyaron sus artífices para presentarse en una posición de equilibrio político entre, de una parte, el Partido Moderado y su basculación reaccionaria hacia el Estatuto, y, de otra, la deriva radical democrática muy influyente en las juntas y ayuntamientos 14.

Para intentar frenar esta inclinación se recurrió a otra de las notas que definieron al régimen, el populismo. Espartero utilizó su gran ascendiente popular derivado de su papel nuclear en la conclusión de la guerra carlista y en el triunfo de la revolución de 1840, pero también proveniente de su origen social y acceso al poder. Acostumbrado a arengar a las tropas, articuló un discurso de corte castrense que, recogiendo esas ideas, machaconamente repitió en proclamas y manifiestos dirigidos a los cuerpos armados y a la población en general. Al tiempo, no perdió ocasión para estar en las calles, sobre todo las madrileñas. Cualquier oportunidad era buena, tanto propias (revistas militares, conmemoración de una batalla, juramento como regente, despedidas y bienvenidas de y a la capital) como ajenas, bien religiosas (procesión del Corpus Christi), bien civiles (celebración de aniversarios: 2 de mayo, de la Constitución, de la Gloriosa, etc.), para juntarse con los vecinos y recibir la aclamación popular. Particularmente le interesó la de la milicia nacional, a la que, en cuanto institución mediadora con el pueblo, se quiso convertir en la fuerza ciudadana del régimen 15.

Lo que se pudo ganar por esta vía se perdió por los drásticos métodos castrenses empleados por los ayacuchos en la gobernación del Estado. Nada más acceder el duque de la Victoria al poder se produjo el despliegue inmediato de la red pasando a cubrir las principales Capitanías Generales (San Miguel se hizo cargo de la de Castilla la Nueva y Van Halen de Cataluña) y la dirección de los cuerpos armados (Linage, que siguió como secretario personal de Espartero, se encargó de la inspección de las milicias provinciales; Rodil del arma de infantería y Ferraz de la caballería, además de la inspección de la milicia nacional). Seguidamente, teniendo una particular intervención en el logro de la regencia para el duque de la Victoria, los ayacuchos ocuparon las responsabilidades nucleares en los gobiernos (en Presidencia, González y Rodil; en Guerra, San Miguel y Rodil; en Marina, García Camba; en Gobernación, Infante...) y muchos de ellos contaron con asiento en el Senado, la cámara del esparterismo. Obviamente, este predominio castrense ayacucho informó el régimen y en él también encontró la razón principal de su fracaso. La militarización de algunas administraciones civiles y el recurso a métodos coactivos en la acción política (como los empleados con la prensa radical) contribuyeron. Pero lo que le acabó arruinando fue la forma estrictamente bélica utilizada para resolver los graves problemas de orden público con los que se tuvieron que enfrentar (pronunciamiento moderado en octubre de 1841 y movilizaciones radicales en Barcelona en los otoños de 1841 y 1842) 16. Simplemente revelaron que, ante todo, en ellos prevaleció la experiencia y la cultura militar que a lo largo de tres guerras habían adquirido en los campos de batalla.

Epílogo: los ayacuchos dejan de serlo

La experiencia del trienio esparterista no cerró definitivamente las posibilidades políticas de los ayacuchos. Tuvieron otra oportunidad, si bien no todos y corta por la edad, y ya no dentro del grupo, sino integrados exclusivamente en el Partido Progresista. Eso sí, antes tuvieron que pasar una temporada en el exilio o un tiempo más o menos largo de cuartel. Así, acompañaron a Espartero en el navío británico Malabar, entre otros, Linage, Infante y Van Halen, pero sólo el primero, su inseparable y fiel secretario, se mantuvo con él en Londres hasta 1847; los otros pasaron a Portugal, Bélgica y Francia. Aquí también estuvieron Ferraz, Rodil y San Miguel. Los que se quedaron, Carratalá, García Camba, Valdés y Seoane, permanecieron en situación de cuartel.

Principalmente, la cámara alta de nombramiento real del régimen constitucional de 1845 fue la vía para la reincorporación a la actividad política. Así, fueron nombrados senadores vitalicios: en 1845, Valdés (capitán general de Cuba durante el trienio esparterista); en 1847, Alaix (apartado de la actividad pública desde 1840), Espartero y González; en 1849, Infante (diputado desde 1847) y Rodil; en 1851, San Miguel (diputado desde 1846) y Van Halen; y en 1853, Carratalá, Ferraz y García Camba. Con todo, para los que pudieron llegar, la nueva hora despuntó con el Bienio Progresista de la mano del tándem Espartero-O’Donnell, pero a su conclusión, algunos, como Ferraz, González e Infante, se vincu­laron a la Unión Liberal, la formación política conservadora liderada por el segundo general. Dos recorridos totalmente diferentes fueron los que protagonizaron Zurbano y López: el primero, por conspirar en favor de la Constitución de 1837, fue fusilado en 1845; el segundo lo fue en 1851, por hacerlo en favor de la independencia de Cuba.


* Este artículo se ha desarrollado en el marco del proyecto «La construcción de las redes de poder en la España contemporánea y sus relaciones con el mundo atlántico (siglos xix-xx)». Ministerio de Economía y Competitividad. Ref.: HAR2012-32755.

1 Para la articulación de las distintas tramas y de los pilares de la red social y militar de los ayacuchos hemos seguido principalmente los trabajos de Félix Requena Santos: Amigos y redes sociales: elementos para una sociología de la amistad, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 1994, e íd.: Redes sociales y sociedad civil, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 2008.

2 «Biografía contemporánea. Espartero», El Correo Nacional, 1 de septiembre de 1840.

3 Para las trayectorias vitales y personales de los ayacuchos hemos seguido fundamentalmente el Diccionario biográfico español, Madrid, Real Academia de la Historia, 2009-2013, vol. II, pp. 98-100 y 484-486; vol. XI, pp. 112-117 y 652-653; vol. XIII, pp. 410-411; vol. XIX, pp. 76-79, 470-474 y 742-746; vol. XXI, pp. 610-613; vol. XXIV, pp. 49-53; vol. XXV, pp. 661-663; vol. XXVII, pp. 233-237; vol. XXIX, pp. 647-649; vol. XXXII, pp. 642-646; vol. XXXV, pp. 573-574; vol. XLIII, pp. 770-772; vol. LXVI, pp. 549-550; vol. XLVIII, pp. 154-156 y 954-957; vol. LXIX, pp. 155-157, y vol. L, pp. 1037-1039. También véanse José Segundo Flórez: Espartero. Historia de su vida militar y política y los grandes sucesos contemporáneos, 4 vols., Madrid, Imprenta de D. Wenceslao Ayguals de Izco, 1845; Alberto Martín-Lanuza: Diccionario biográfico del generalato español. Reinados de Carlos IV y Fernando VII, Madrid, Foro para el Estudio de la Historia Militar de España, 2012, y Mikel Urquijo Goitia (dir.): Diccionario biográfico de parlamentarios españoles, 2, 1820-1854, Madrid, Servicio de Publicaciones de las Cortes Generales, 2013.

4 Las actividades parlamentarias se encuentran pormenorizadas en Mikel Urquijo Goitia (dir.): Diccionario biográfico de parlamentarios españoles, 2..., y las responsabilidades gubernativas en José Ramón Urquijo Goitia: Gobiernos y ministros españoles (1808-2000), Madrid, CSIC, 2001.

5 Para los cambios en el ejército durante la guerra y la revolución liberal hemos seguido a Roberto L. Blanco Valdés: Rey, Cortes y fuerza armada en los orígenes de la España liberal, 1808-1823, Madrid, Siglo XXI, 1988, pp. 166-178; Pablo Casado Burbano: Las fuerzas armadas en el inicio del constitucionalismo español, Madrid, Edersa, 1982, pp. 66-67 y 249, y Carlos Seco Serrano: Militarismo y civilismo en la España contemporánea, Madrid, Instituto de Estudios Económicos, 1984, pp. 17 y 31-33.

6 Para la inmediata posguerra y primera etapa del absolutismo fernandino véanse José Cepeda Gómez: Los pronunciamientos en la España del siglo xix, Madrid, Arco/Libros, 1999, pp. 17-27, y Eric Christiansen: Los orígenes del poder militar en España, 1800-1854, Madrid, Aguilar, 1974, pp. 20-26. Y específicamente para la reacción española a la emancipación americana véanse Julio Albi: Banderas olvidadas. El ejército realista en América, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1990, pp. 145-157; Carlos Malamud: «Sin marina, sin tesoro y casi sin soldados». La financiación de la reconquista de América, 1810-1826, Santiago de Chile, Centro de Estudios Bicentenario, 2007, pp. 39-56, y José Semprún y Alfonso Bullón de Mendoza: El ejército realista en la independencia de América, Madrid, ­Mapfre, 1992, pp. 154-157.

7 Para las vinculaciones masónicas véanse María Isabel López García: «Facundo Infante», en José María Lama (ed.): Los primeros liberales españoles. La aportación de Extremadura, 1810-1854 (Biografías), Badajoz, Diputación de Badajoz, 2012, pp. 486-487; Jaime E. Rodríguez O.: La independencia de la América española, México, Fondo de Cultura Española, 2005, pp. 337-339; Felipe Santiago Solar Guajardo: «Masones y sociedades secretas: redes militares durante las guerras de independencia en América del Sur», Amérique Latine Histoire et Mémoire. Les Cahiers ALHIM, 19 (2010), disponible en http://alhim.revues.org/3475, y Alberto Wagner de Reina: «Ocho años de La Serna en el Perú (de la “Venganza” a la “Ernestina”)», Quinto centenario. Departamento de Historia de América de la Universidad Complutense, 8 (1985), pp. 39-42.

8 Reflexiones sobre este motín en José Cepeda Gómez: El ejército español en la política española (1787-1843). Conspiraciones y pronunciamientos en los comienzos de la España liberal, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1990, pp. 260-261; Carlos Seco Serrano: Militarismo..., pp. 56-58; José Semprún y Alfonso Bullón de Mendoza: El ejército realista..., pp. 174-175 y 209, y Alberto Wagner de Reina: «Ocho años...», pp. 41-49.

9 Para la trayectoria americana de los ayacuchos hemos seguido sus referencias biográficas concretas y las hemos contextualizado siguiendo a Julio Albi: Banderas olvidadas..., pp. 360-374; Jaime E. Rodríguez O.: La independencia..., pp. 370-401, y José Semprún y Alfonso Bullón de Mendoza: El ejército realista..., pp. 224-229.

10 Para la articulación de este círculo y para la actividad desarrollada en América hemos recurrido a Juan Antonio González Caballero: «Antonio González González», en José María Lama (ed.): Los primeros liberales españoles. La aportación de Extremadura, 1810-1854 (Biografías), Badajoz, Diputación de Badajoz, 2012, pp. 490-496, y María Isabel López García: «Facundo Infante», pp. 536-539.

11 Para la política militar durante la segunda etapa absolutista de Fernando VII véanse José Cepeda Gómez: El ejército español..., pp. 192-199, y Eric Chistiansen: Los orígenes..., pp. 37-49.

12 Para la evolución durante la regencia de María Cristina hemos seguido a Eric Chistiansen: Los orígenes..., pp. 55-109; Carlos Marichal: La revolución liberal y los primeros partidos políticos en España, 1834-1844, Madrid, Cátedra, 1980, pp. 84-154 y 169-195, y Manuel Marliani: La regencia de Baldomero Espartero, conde de Luchana, duque de la Victoria y los sucesos que la prepararon, Madrid, Imprenta de Manuel Galiano, 1870, pp. 60-67 y 76-78. También hemos recurrido a Pedro Díaz Marín: La monarquía tutelada. El progresismo durante la regencia de Espartero, Alicante, Universidad d’Alacant, 2015, pp. 21-85, y a nuestro trabajo «Gobernar Madrid bajo el régimen constitucional de 1837. Regencia de María Cristina», Anuario de Historia del Derecho Español, 84 (2014), pp. 445-563.

13 Para la afirmación de Espartero véanse José Cepeda Gómez: El ejército español..., pp. 211-212 y 226-241; Pedro Díaz Marín: La monarquía tutelada..., pp. 85-105, y Jesús Pabón y Suárez de Urbina: Narváez y su época, Madrid, Espasa Calpe, 1983, pp. 221-240.

14 Para el encuadramiento político-ideológico del progresismo esparterista véanse Pedro Díaz Marín: La monarquía tutelada..., pp. 107-133, 143-146 y 339-344; Juan Ignacio Marcuello Benedicto: La práctica parlamentaria en el reinado de Isabel II, Madrid, Congreso de los Diputados, 1986, pp. 180-184, 212-223 y 318-330, y Carlos Marichal: La revolución liberal..., pp. 212-222.

15 Para el pensamiento político-militar y popularidad de Espartero véanse Pedro Díaz Marín: «Espartero: el regente plebeyo», en Emilio La Parra López: La imagen del poder. Reyes y regentes en la España del siglo xix, Madrid, Síntesis, 2011, pp. 177-183; José Segundo Flórez: Espartero..., vol. III, pp. 745-763 y 825, y vol. IV, pp. 81-89, 190-191 y 288-289; Raúl Martín Arranz: «Espartero: figuras de legitimidad», en José Álvarez Junco (comp.): Populismo, caudillaje y discurso demagógico, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 1987, pp. 110-120; Adrian Shubert: «Baldomero Espartero (1793-1879): del ídolo al olvido», en Isabel Burdiel y Manuel Pérez Ledesma (coords.): Liberales, agitadores y conspiradores. Biografías heterodoxas del siglo xix, Madrid, Espasa, 2000, pp. 196-201, y Francisco José Vanaclocha: «Ejército y sociedad: militarismo e ideología militar», en Hugo O’Donnell y Duque de Estrada (dir.): Historia militar de España, IV, Edad Contemporánea, I, El siglo xix, Madrid, Ministerio de Defensa, 2015, pp. 406-410.

16 Para la militarización y acción política castrense véanse Manuel Ballbé: Orden público y militarismo en la España constitucional (1812-1983), Madrid, Alianza Editorial, 1983, pp. 127-131, y José Segundo Flórez: Espartero..., vol. IV, pp. 785-815, 840-860 y 889.