Revista de Derecho Público: Teoría y Método
Marcial Pons Ediciones Jurídicas y Sociales
Vol. 5 | 2022 pp. 73-114
Madrid, 2022
DOI:10.37417/RPD/vol_5_2022_720
© Gabriel Doménech Pascual
Recibido: 09/11/2021 | Aceptado: 26/03/2021
Editado bajo licencia Creative Commons Attribution 4.0 International License.

Sobre el procedimiento de elaboración de los reglamentos, sus vicios y su control judicial*

Gabriel DOMÉNECH PASCUAL

Universitat de València

RESUMEN: El presente trabajo analiza algunas de las cuestiones más problemáticas y relevantes, tanto desde un punto de vista teórico como práctico, que en la actualidad plantea la regulación del procedimiento de elaboración de las normas reglamentarias: (i) la de los fines que debería perseguir esta regulación; (ii) la inadecuación de este procedimiento para elaborar ciertas disposiciones administrativas atípicas; (iii) la inadecuación de las estructuras organizativas actualmente encargadas de llevar a cabo las actividades en las que consiste dicho procedimiento; (iv) la evaluación ex post de los reglamentos; y (v) las consecuencias jurídicas derivadas de sus vicios de procedimiento y su control judicial.

PALABRAS CLAVE: Procedimiento de elaboración de reglamentos; nulidad; ilegalidad; control judicial; recurso directo; evaluación ex post.

ABSTRACT: This paper analyzes some of the most problematic and relevant issues, both from a theoretical and practical point of view, that are currently raised by the regulation of the administrative rulemaking process, namely those related to: (i) the purposes to be pursued by this regulation; (ii) the scope of application of this regulation; (iii) the organization of administrative authorities currently in charge of carrying out the administrative proceedings at issue; and (iv) the legal consequences of non-compliance with that regulation, and its judicial review.

KEYWORDS: Administrative rulemaking process; administrative procedure; administrative law; judicial review; invalidity; procedural defects; harmless errors; ex post evaluation of regulation.

SUMARIO: 1. INTRODUCCIÓN.—2. FINES DE LAS NORMAS QUE REGULAN EL PROCEDIMIENTO DE ELABORACIÓN DE REGLAMENTOS.—3. EL PROCEDIMIENTO DE ELABORACIÓN DE DISPOSICIONES ATÍPICAS. 3.1. Un procedimiento demasiado denso y uniforme, inadecuado para ciertas normas atípicas. 3.2. Soluciones. 3.2.1. La huida del concepto de reglamento. 3.2.2. Mayor diversidad regulatoria.—4. LA IMPORTANCIA DE LA ORGANIZACIÓN.—5. EL IMPACTO DE LAS TECNOLOGÍAS DE LA INFORMACIÓN.—6. LA EVALUACIÓN EX POST DE LOS REGLAMENTOS.—7. CONSECUENCIAS DE LOS VICIOS DE PROCEDIMIENTO DE LOS REGLAMENTOS Y SU CONTROL JUDICIAL. 7.1. La regulación legislativa. 7.2. La teoría unitaria: el dogma de la nulidad de los reglamentos. 7.3. La teoría gradual. 7.4. La jurisprudencia. 7.4.1. Hasta 1999: predominio de la doctrina gradual. 7.4.2. Desde 1999: predominio de la doctrina unitaria. 7.4.3. Crítica de la actual jurisprudencia. 7.4.3.1. Fundamento. 7.4.3.2. Inconsistencias. 7.4.3.3. La prohibición categórica de subsanación y conservación de trámites. 7.4.3.4. Una jurisprudencia incompatible con los principios jurídicos de seguridad, eficiencia y proporcionalidad. 7.4.4. Críticas doctrinales, inmovilismo judicial y propuestas legislativas. 7.5. El sometimiento a plazo del recurso directo contra reglamentos. 7.6. Derecho comparado.—8. CONCLUSIONES.—9. BIBLIOGRAFÍA.

1. Introducción

Las leyes que definen el régimen jurídico básico de la Administración General del Estado, las Administraciones autonómicas y las Entidades locales establecen sendos procedimientos que todas ellas deben observar para elaborar sus respectivos reglamentos 1. Además, incontables leyes sectoriales añaden la obligación de realizar otros trámites antes de aprobar ciertas normas reglamentarias 2.

Esta regulación plantea innumerables problemas de gran relevancia teórica y práctica. Algunos de ellos han suscitado recientemente una gran atención doctrinal, como el de las consecuencias jurídicas de las irregularidades de procedimiento cometidas en la elaboración de planes urbanísticos. Otros han pasado más desapercibidos, a pesar de que su importancia no es menor.

En el presente trabajo se analizan algunas de las cuestiones más problemáticas y relevantes que plantea dicho procedimiento. En particular, las relativas a: (i) los fines de las normas que lo regulan; (ii) si el procedimiento configurado por la ley resulta apropiado o inapropiado para preparar ciertas disposiciones generales atípicas; (iii) la inadecuación de las estructuras organizativas actualmente encargadas de llevar a cabo las actividades en las que dicho procedimiento consiste; (iv) la evaluación ex post de los reglamentos; (v) las consecuencias jurídicas de sus vicios de procedimiento, y (vi) su control judicial.

2. Fines de las normas que regulan el procedimiento de elaboración de reglamentos

Conviene tener muy presente cuáles son (o deberían ser) los fines de las normas que regulan el procedimiento de elaboración de los reglamentos. En primer lugar, porque aquellos deben orientar la interpretación de tales normas (artículo 3.1 Código civil) y, por consiguiente, la resolución de los incontables problemas prácticos de lege lata que estas plantean. En segundo lugar, con el objeto de evaluar de lege ferenda y mejorar la regulación del referido procedimiento, resulta imprescindible determinar cuáles son sus metas y en qué medida esta las satisface efectivamente.

Se ha escrito mucho sobre los fines del procedimiento administrativo en general y del de elaboración de reglamentos en particular. Los estudios correspondientes ponen de manifiesto los beneficios del procedimiento, pero también suelen pasar por alto sus costes 3. En nuestra opinión, resulta preferible ampliar el objeto de análisis y considerar los fines de las normas que regulan dicho procedimiento, que podríamos sintetizar en uno solo: el de minimizar la suma de todos los costes esperados que implica la aprobación de reglamentos. Tales costes son básicamente de tres tipos.

(i) Costes del desacierto, entendido este en un sentido amplio. Como se desprende del artículo 26.1 LG y ponen de relieve numerosos autores, con el procedimiento se pretende «garantizar la legalidad y el acierto» de las normas reglamentarias que eventualmente se aprueben a su través 4. Se pretende que estas resuelvan de manera conforme a Derecho y equilibrada ciertos problemas, concilien adecuadamente todos los intereses legítimos afectados, sean ampliamente conocidas, aceptadas y cumplidas por los interesados y las autoridades competentes, etc. Se trata, en suma, de que los futuros reglamentos satisfagan efectivamente y en la mayor medida de lo posible los fines prescritos en cada caso por el ordenamiento jurídico.

(ii) Costes directos de elaboración del reglamento. La realización de las actividades que integran este procedimiento implica un considerable coste de oportunidad, pues supone la inversión de recursos escasos —tiempo, dinero, esfuerzo, etc.— que ya no se podrán destinar a otros usos alternativos.

(iii) Costes de la invalidez —o «mortandad»— del reglamento, en el caso de que los tribunales aprecien y declaren su disconformidad con el ordenamiento jurídico. Dentro de estos costes cabe a su vez distinguir, cuando menos:

En primer lugar, los costes que implica la reviviscencia de una regulación jurídica —la derogada por el reglamento cuya invalidez ahora se declara— que posiblemente no es la que mejor satisface los intereses públicos implicados.

En segundo lugar, los costes de transición en que hay que incurrir para ajustar eventualmente las cosas a esa regulación anterior. Imaginemos, por ejemplo, que se anula un plan urbanístico que amparaba varias construcciones, que ahora pasan a ser ilegales conforme a la normativa que recobra su vigencia. Imaginemos que para restablecer la legalidad conculcada hay que proceder a la demolición de lo construido, lo que puede resultar enormemente costoso.

En tercer lugar, a fin de evitar o al menos reducir los perjuicios que a los intereses públicos podría ocasionar la reviviscencia de esa regulación anterior, puede ser necesario incurrir en sustanciales costes de rectificación, expresión con la que designamos los que encierra preparar y establecer una nueva norma en sustitución de la anulada.

Finalmente, la anulación de un reglamento o incluso el riesgo de que este sea anulado puede generar una considerable inseguridad jurídica, que disuada a los ciudadanos y a las autoridades de llevar a cabo actividades —v. gr., inversiones— socialmente beneficiosas.

La mortandad puede obedecer a diversas causas, cuando menos a: (i) la elevada complejidad y vaguedad de las normas reguladoras del procedimiento, que da pie a que la Administración cometa errores en su interpretación y aplicación; (ii) el elevado coste que puede entrañar el cumplimiento de estas normas; y (iii) los incentivos que los jueces tienen para apreciar la existencia de un vicio de procedimiento. Estos, como cualquier persona, tienden a tomar los cursos de acción que menos tiempo y esfuerzo les cuestan 5. Y, al conocer de un recurso contra un reglamento, apreciar en este un vicio de procedimiento suele ser la decisión que menos trabajo les da, pues les permite resolver el caso sin necesidad de juzgar la legalidad del contenido del reglamento, juicio que resulta sumamente arduo en muchas ocasiones.

Los planes urbanísticos constituyen un ejemplo paradigmático de las causas y los graves efectos de la anulación de los reglamentos. El elevadísimo número de trámites que hay que realizar para aprobarlos y la extraordinaria complejidad de las disposiciones legales que los regulan hacen no sólo que los correspondientes procedimientos se prolonguen durante años o incluso décadas, sino también que resulte muy fácil cometer alguna ilegalidad al tramitarlos, sobre todo si los tribunales interpretan de manera sumamente «quisquillosa» y «creativa» dichas disposiciones, como de hecho ha ocurrido 6. El resultado es que estos planes, que deberían gozar de una elevada estabilidad, por cuanto determinan el éxito o fracaso de inversiones de una gran relevancia económica, sufren una alarmante mortandad, lo que provoca una enorme inseguridad jurídica 7.

El riesgo de mortandad debería ser tenido más en cuenta a la hora de diseñar y aplicar las normas de procedimiento. La reducción de este riesgo constituye una razón adicional para simplificar y mejorar la calidad de esas normas y su aplicación. Cambios relativamente modestos y poco costosos pueden enervarlo de manera muy significativa. Por ejemplo, el trámite de audiencia a las «organizaciones o asociaciones reconocidas por ley que agrupen o representen a las personas cuyos derechos o intereses legítimos se vieren afectados por la norma [reglamentaria] y cuyos fines guarden relación directa con su objeto» 8 debería ser sustituido prácticamente siempre por un trámite de información pública. La sustitución apenas perjudica la posibilidad de que esas organizaciones sean escuchadas en el procedimiento de elaboración del reglamento, sobre todo si se establecen mecanismos automáticos de alerta que les permitan a estas tener noticia de todas las iniciativas normativas tramitadas por la correspondiente Administración que les afectan, lo que hoy en día cuesta bien poco. Por otro lado, esa sustitución evita el serio riesgo de que la Administración se equivoque al interpretar conceptos tan sumamente vagos como los referidos («afección a sus derechos o intereses legítimos», «fines que guardan relación directa con su objeto», etc.) y no dé audiencia a alguna organización que, según el criterio de un tribunal, debería haber sido escuchada. También cabría exigir la realización de una suerte de «análisis de mortandad» antes de aprobar normas que regulen, incrementen o compliquen los trámites que hay que observar en la elaboración de ciertas disposiciones reglamentarias.

3. El procedimiento de elaboración de disposiciones atípicas

3.1. Un procedimiento demasiado denso y uniforme, inadecuado para ciertas normas atípicas

El tenor literal del artículo 26.1 LG, del artículo 49 LBRL y de la mayoría de los preceptos legales autonómicos equivalentes da a entender que todos los reglamentos dictados por las correspondientes Administraciones públicas deben elaborarse a través del procedimiento previsto en aquellos. El problema es que este resulta demasiado denso e inadecuado para elaborar muchas disposiciones administrativas atípicas, cuyas características difieren significativamente de las de los reglamentos para los que dicho procedimiento está pensado. Cabe mencionar a título de ejemplo:

(i) Los reglamentos de necesidad, como los aprobados por las autoridades autonómicas para combatir la covid-19, en virtud de los cuales se impusieron diversas medidas restrictivas de derechos. En esta y otras situaciones de extraordinaria y urgente necesidad, resulta justificado prescindir del procedimiento de elaboración de reglamentos previsto por la ley para situaciones ordinarias, pues el coste de oportunidad del tiempo necesario para su tramitación resulta excesivo, habida cuenta de los gravísimos daños para los intereses públicos que podrían producirse en el ínterin 9.

(ii) Las circulares, instrucciones y órdenes de servicio, a través de las cuales las autoridades administrativas pueden dirigir la actividad de sus órganos jerárquicamente dependientes 10. El tiempo y el esfuerzo que exige la observancia del referido procedimiento también parecen excesivos e incompatibles con la agilidad necesaria para desarrollar cabalmente esta función de dirección.

(iii) Las relaciones de puestos de trabajo 11.

(iv) Los algoritmos o programas informáticos utilizados por las Administraciones públicas para determinar el contenido de algunas de sus actuaciones 12.

(v) Las disposiciones a través de las cuales se fija anualmente la cuantía del salario mínimo interprofesional 13.

(vi) Las ponencias de valores catastrales 14.

(vii) Los pliegos de cláusulas administrativas particulares 15.

(viii) Las señales de tráfico, a través de las cuales se imponen deberes de conducta para una pluralidad indeterminada de individuos, y que no se agotan con un único cumplimiento, sino que producen efectos jurídicos duraderos, mientras no sean retiradas.

3.2. Soluciones

3.2.1. La huida del concepto de reglamento

La circunstancia de que ese denso y uniforme procedimiento de elaboración de reglamentos previsto con carácter general por la ley resulte inadecuado para preparar ciertas disposiciones administrativas atípicas ha propiciado, seguramente, que la jurisprudencia y algunos autores hayan entendido que estas no tienen la naturaleza de normas reglamentarias y, por lo tanto, que no hace falta observar dicho procedimiento antes de aprobarlas 16. Sirva de ejemplo la reciente jurisprudencia por la cual se declara que las disposiciones que fijan anualmente el salario mínimo interprofesional tienen un «contenido decisorio o resolutorio que no es de naturaleza normativa», por lo que pueden ser aprobadas sin recabar previamente el dictamen del Consejo de Estado requerido para dictar reglamentos ejecutivos de las leyes 17.

Esta «huida del concepto de reglamento», con la que se consigue eludir el referido procedimiento, resulta problemática por varias razones. En primer lugar, es incoherente con el concepto de reglamento que la gran mayoría de los autores y tribunales españoles postula. Con arreglo a este concepto, un reglamento es una norma escrita dictada por la Administración y de rango inferior a la ley. Por norma hay que entender aquí una regulación general y abstracta, que produce efectos jurídicos para una pluralidad indeterminada de personas y de casos, de modo que debe ser aplicada no una, sino todas las veces que en la realidad concurran las circunstancias descritas abstractamente en su supuesto de hecho. Lo que distingue una norma (reglamentaria) de un acto administrativo (singular) es que el cumplimiento de un acto es consuntivo, agota el acto, mientras que el de una norma no la agota o consume; la norma se mantiene y es susceptible de una pluralidad indefinida de cumplimientos 18. Pues bien, aquellas regulaciones atípicas encajan perfectamente en este concepto. Las disposiciones que fijan anualmente el salario mínimo interprofesional, por ejemplo, producen efectos jurídicos generales y no se agotan con un solo cumplimiento.

En segundo lugar, se trata de una doctrina insincera, que oculta la verdadera razón por la cual está justificado que esas regulaciones atípicas puedan ser aprobadas sin necesidad de observar el procedimiento de elaboración de reglamentos previsto con carácter general por la ley. La razón no reside en que tales regulaciones no encajan en el concepto de reglamento manejado usualmente por el legislador, los tribunales y los autores españoles, sino que ese procedimiento resulta manifiestamente inadecuado para elaborarlas. Esta razón justificativa queda escondida detrás un subterfugio —la manipulación ad hoc del concepto de reglamento—, lo que genera confusión.

En tercer lugar, esta doctrina conduce a una suerte de todo o nada. Si la regulación en cuestión no se considera un reglamento, queda excluida por completo del procedimiento de elaboración de los reglamentos. El problema es que, muchas veces, el legislador no ha previsto un procedimiento específico para esas regulaciones atípicas, lo que propicia que se aprueben sin observar procedimiento alguno, lo cual resulta ciertamente cuestionable.

En cuarto lugar, esa doctrina produce algunos «efectos colaterales» negativos. En el Derecho español tiende a sostenerse implícitamente un concepto universalista de reglamento. Si una regulación es una norma reglamentaria, lo es a todos los efectos; se le aplica en bloque el régimen jurídico propio de los reglamentos. No se concibe la posibilidad de que tenga la consideración de reglamento a determinados efectos jurídicos y no la tenga a otros distintos. Así, por ejemplo, el hecho de que las circulares, instrucciones y órdenes de servicio no merezcan la calificación de reglamentos a los efectos de su procedimiento de elaboración propicia que tampoco la merezcan a la hora de ser impugnables a través del recurso directo contra reglamentos, lo cual es ciertamente cuestionable desde el punto de vista de la tutela judicial efectiva de los afectados.

La STS de 26 de enero de 2021 19, por ejemplo, considera inadmisible el recurso interpuesto contra una «circular» «sin incidencia directa en los derechos de los ciudadanos [lo que] determina que sea necesario un previo acto singular que la aplique para que las pautas interpretativas que en ella se contienen sean susceptibles de impugnación jurisdiccional». La circular impugnada establecía cómo debían interpretar ciertos órganos administrativos una disposición que regulaba los requisitos que habían de cumplir los solicitantes de autorizaciones de festejos taurinos.

Los recurrentes alegaban que la circular introducía un requisito no previsto en la norma «interpretada». Es dudoso que así fuera. Lo que no admite duda es que la circular afectaba a los derechos de los interesados. Al igual que casi todos los reglamentos, la circular imponía a ciertas autoridades la obligación de seguir un determinado criterio a la hora de tomar decisiones que incidían sobre esos derechos. Al regular decisiones que producían «efectos jurídicos externos», la circular los tenía igualmente.

Así las cosas, resulta inaceptable excluir la posibilidad de recurrir directamente una norma como esta por la razón de que no incide directamente sobre los derechos de los afectados, sino sólo de manera mediata, a través de resoluciones dictadas en su aplicación. En contra de esta doctrina cabe aducir al menos cuatro argumentos:

(i) Muchísimas normas reglamentarias inciden indirectamente en la esfera jurídica de los ciudadanos. Despliegan sus efectos a través de actos administrativos de aplicación, que concretan en cada caso lo dispuesto por ellas. Lo cual no excluye la posibilidad de impugnarlas.

(ii) Las normas que regulan la adopción de actos administrativos pueden alterar la conducta de las personas interesadas y menoscabar sus derechos de manera inmediata, sin necesidad de que se dicten efectivamente tales actos de aplicación. Por ejemplo, una regulación excesivamente restrictiva de las condiciones que hay que cumplir para obtener una autorización puede hacer imposible que una persona consiga la financiación necesaria para plantearse siquiera solicitar dicha autorización. La regulación puede influir sobre la conducta y los derechos de las personas interesadas (bancos, potenciales solicitantes, etc.) antes de que se aplique, si estas anticipan cómo la aplicará probablemente la Administración y actúan en consecuencia.

(iii) Aquella exclusión ignora el valor del recurso directo como instrumento del derecho a la tutela judicial efectiva. El Tribunal Constitucional ha venido a declarar que resulta contrario a este derecho fundamental negar la legitimación para impugnar directamente disposiciones generales a los particulares a los que estas afectan de manera mediata, a través de actos de aplicación individual 20. Es decir, según el Tribunal, la posibilidad que los afectados tienen de recurrir tales actos no basta para garantizar dicha tutela. No resulta justificado que, para poder defenderse, tengan que esperar a que la lesión con la que la norma les amenaza se consume mediante un acto administrativo de aplicación. Deben tener la posibilidad de impugnar directamente la norma y evitar así los perjuicios antijurídicos que esta puede ocasionarles.

(iv) El recurso directo interpuesto contra una norma, a través del cual puede pretenderse y conseguirse su anulación judicial, también sirve a los principios jurídicos de seguridad, igualdad y eficiencia. Al despejar de manera definitiva y con efectos generales las dudas sobre la invalidez de la norma en cuestión, la anulación elimina la incertidumbre y previene decisiones contradictorias, desigualdades y litigios innecesarios a los que podría dar lugar la aplicación de la norma por distintos órganos jurisdiccionales.

3.2.2. Mayor diversidad regulatoria

Para evitar los desazonadores resultados a los que conduce la huida del concepto de reglamento, convendría seguramente introducir una mayor diversidad en la regulación del procedimiento de elaboración de disposiciones generales. En particular, sería deseable establecer reglas específicas para algunas disposiciones atípicas que, de resultas de su exclusión de aquel concepto, terminan por no estar sujetas a procedimiento alguno o a un procedimiento inadecuado.

Esta mayor diversidad tiene la ventaja, obviamente, de que el procedimiento pertinente en cada caso puede ajustarse mejor a las peculiaridades de la norma que con él se trata de preparar. Pero hay que tener en cuenta también sus desventajas. Una mayor diversidad tiende a incrementar: la complejidad de las normas reguladoras de los procedimientos; la probabilidad de cometer errores al aplicarlas, y, a la postre, la mortandad de las disposiciones resultantes.

4. La importancia de la organización

La medida en la que el procedimiento de elaboración de normas reglamentarias contribuye efectivamente a garantizar el acierto de estas depende, entre otros factores, de cómo se configure la organización encargada de realizar las actividades que integran dicho procedimiento.

En este punto, nuestras Administraciones públicas presentan una notable deficiencia: no están ni acostumbradas ni bien pertrechadas para evaluar cabalmente los costes y los beneficios sociales esperados de las distintas alternativas regulatorias, evaluación imprescindible para asegurar que las soluciones adoptadas resuelven de manera efectiva y acertada los problemas planteados. En ello han influido seguramente dos factores. De una parte, entre nuestros servidores públicos sigue predominando una cultura formal y legalista, que obstruye la aplicación de una perspectiva económica a la regulación. De otra, no existen organizaciones que velen efectivamente por la calidad integral de la regulación y dotadas tanto de la autoridad necesaria para elevar recomendaciones a los órganos reguladores como de la independencia, la capacidad de coordinación, los medios y los conocimientos especializados requeridos para proporcionar una opinión objetiva sobre estas cuestiones 21.

En 2017, en el seno de la Administración General se creó una Oficina de Coordinación y Calidad Normativa 22, cuya denominación y funciones recuerdan en parte a las de la influyente Office of Information and Regulatory Affairs (OIRA) estadounidense 23. Sin embargo, la circunstancia de que nuestra Oficina dependa jerárquicamente de la Subsecretaría de la Presidencia y se le haya otorgado un modesto rango de Subdirección General 24 ya indica que, por el momento, este órgano no cuenta, ni de lejos, con los medios, la independencia y la influencia suficientes para desempeñar cabalmente las referidas funciones.

5. El impacto de las tecnologías de la información

El procedimiento administrativo consiste en un conjunto de actividades dirigidas a obtener, almacenar, procesar, evaluar y comunicar información a fin de preparar o elaborar una decisión administrativa (en el caso que nos interesa, la aprobación de una norma reglamentaria). Se comprende fácilmente por qué el espectacular progreso de las tecnologías de la información producido durante las últimas décadas ha de tener un considerable impacto sobre la configuración de ese procedimiento.

Dicho progreso ha abaratado exponencialmente el tratamiento de la información. Los adelantos tecnológicos han reducido enormemente los costes de las actividades que integran el procedimiento administrativo. Por el mismo «precio» de antes podemos conseguir cada vez más procedimiento de mayor calidad. En líneas generales, pues, este cambio tecnológico justifica un aumento del volumen del procedimiento. Si sus costes sociales disminuyen, permaneciendo igual sus beneficios, valdrá la pena tener una cantidad mayor de él 25.

Adicionalmente, la tecnología actual hace posible configurar el procedimiento de una manera distinta de la que hasta la fecha era usual. Permite realizar eficientemente actividades que son útiles para mejorar el acierto de los reglamentos y que antes eran imposibles, inimaginables o prohibitivamente costosas y que, en consecuencia, no se llevaban a cabo.

Durante los últimos años ya se han producido algunas reformas en esta materia que tratan de sacar partido de las posibilidades que ofrecen las actuales tecnologías informáticas. Respecto de los reglamentos aprobados por el Estado, cabe mencionar: la introducción de una consulta previa electrónica 26; la obligación del Gobierno de aprobar un plan anual normativo, «que contendrá las iniciativas legislativas o reglamentarias que vayan a ser elevadas para su aprobación en el año siguiente», y cuyo cumplimiento ha de ser evaluado posteriormente 27; y la obligación de elaborar una memoria de análisis de impacto normativo 28.

Parece, no obstante, que todavía hay margen para hacer reformas y aprovechar mejor las posibilidades abiertas por los avances tecnológicos 29. Consideramos, por ejemplo, que debería preverse la participación de los ciudadanos en el procedimiento de evaluación ex post de las normas jurídicas 30. No se entiende muy bien por qué la posibilidad que los ciudadanos tienen de criticar la norma en cuestión y proporcionar a las autoridades información valiosa a fin de mejorarla se cierra cuando se aprueba la norma y esta comienza a desplegar sus efectos. Nótese que es a partir de este momento cuando mejor puede saberse cómo la norma afecta realmente a sus destinatarios. Es entonces cuando los ciudadanos pueden obtener y proporcionar información acerca de las consecuencias reales que para ellos se derivan de la disposición aprobada, información que la Administración competente debería tener en cuenta para decidir sobre su mantenimiento, modificación o derogación.

6. La evaluación ex post de los reglamentos

Entre el régimen jurídico de la evaluación ex ante de las normas y el de su evaluación ex post (o seguimiento) existe una intrigante asimetría. La primera es preceptiva y está densamente regulada. El legislador establece que la Administración debe realizar numerosos trámites antes de aprobar reglamentos, decretos legislativos o proyectos de ley. La infracción de los preceptos legales que regulan el procedimiento de elaboración de las normas reglamentarias determina, en principio, la invalidez de estas. Y la defectuosa evaluación ex ante del impacto de una ley ha sido considerada en algunos casos un motivo determinante para declarar su inconstitucionalidad 31.

La evaluación ex post, en cambio, carece de carácter vinculante 32 y de una mínima regulación legal general. El artículo 130.1 LPAC establece que «las Administraciones Públicas revisarán periódicamente su normativa vigente para adaptarla a los principios de buena regulación y para comprobar la medida en que las normas en vigor han conseguido los objetivos previstos y si estaba justificado y correctamente cuantificado el coste y las cargas impuestas en ellas» 33. No parece que este precepto haya querido imponer a las Administraciones públicas una genuina obligación de evaluar a posteriori todas las normas jurídicas. De hecho, el artículo 25.2 LG otorga una amplia discrecionalidad al Gobierno para identificar, en el plan anual normativo, aquellas que habrán de someterse a un análisis sobre los resultados de su aplicación 34. Además, no está claro que la omisión de esa evaluación determine la invalidez del reglamento afectado 35. Desde luego, el legislador nada ha dispuesto al respecto.

La justificación de esta asimetría no es obvia. La razón por la cual la ley obliga a tramitar un procedimiento de evaluación ex ante consiste seguramente en que (i) este proporciona a la Administración información valiosa que reduce el riesgo de desacierto de la norma considerada y que (ii), en ausencia de la obligación de seguir ese procedimiento, la Administración no tendría incentivos suficientes para observarlo y obtener la referida información.

Sin embargo, la evaluación ex post puede suministrar información tan o más valiosa, a los efectos de garantizar el acierto de la norma considerada, que la obtenida a través del procedimiento ex ante. Nada garantiza con total certeza que una norma jurídica ya vigente sea realmente la más acertada que cabía adoptar, o que lo vaya a seguir siendo eternamente. Siempre existe el peligro de que produzca efectos nocivos desde un principio —aunque esto sólo se sepa mucho después— o de que, siendo estos inicialmente beneficiosos, dejen de serlo debido a un cambio de las circunstancias. La evaluación ex post de una regulación jurídica persigue prever y detectar lo más rápidamente posible sus desaciertos, a fin de evitar o al menos reducir los daños sociales que estos puedan ocasionar. Nótese, asimismo, que la información obtenida ex post es más fiable que la adquirida ex ante, pues la primera se basa en observaciones empíricas de los efectos reales de la norma considerada, mientras que la segunda se funda en meras hipótesis acerca de esos efectos que pueden revelarse equivocadas.

Por otro lado, parece obvio que la Administración, en ausencia de una obligación de evaluar ex post las normas que dicta, tampoco tiene los incentivos adecuados para llevar a cabo dicha tarea. La finalidad de esta evaluación consiste, al fin y al cabo, en detectar los desaciertos cometidos al aprobar una norma. Y es muy probable que el Gobierno no tenga mucho interés en poner de manifiesto sus propios errores. Además, algunos sesgos cognitivos pueden propiciar que las autoridades administrativas, en ausencia de una obligación legal, no revisen como deberían el acierto de las disposiciones que han dictado: (i) el sesgo del statu quo (las personas muestran por lo general una inclinación exagerada a no modificar el estado actual de las cosas) 36; (ii) el sesgo de la confirmación (la gente tiende a buscar y evaluar la información de manera que sus creencias y posiciones previas queden corroboradas) 37, y (iii) el llamado «efecto Ikea» (las personas tienden a sobrevalorar los productos que ellas han contribuido a crear) 38.

Uno podría pensar que no hace falta obligar a la Administración a realizar una evaluación ex post de las normas, porque esta ya tiene lugar cuando se pretende aprobar una nueva norma. En ese momento, la Administración debería comparar la norma proyectada con la actualmente vigente —que constituye la denominada «alternativa cero»—: el impacto social que aquella puede tener con el que esta ha tenido realmente. Evaluar ex ante la nueva disposición requiere una evaluación ex post de la que se pretende derogar. Por otro lado, cabe razonablemente pensar que los cambios de Gobierno que cada cierto tiempo se producen en un sistema democrático tienden a neutralizar los referidos sesgos cognitivos y favorecen la evaluación ex post de las disposiciones normativas vigentes y su sustitución por otras diferentes. Las adoptadas cuando gobierna un determinado partido político suelen ser revisadas y eventualmente derogadas cuando le sucede otro distinto.

A nuestro juicio, estos factores podrían justificar una cierta asimetría entre el régimen jurídico de la evaluación ex ante y el de la evaluación ex post, en la medida en que, como acabamos de ver, la primera implica hasta cierto punto la segunda. Sin embargo, no nos parece que dichas circunstancias alcancen a justificar la inexistencia de una obligación específica de evaluar ex post las normas jurídicas, por varias razones.

En primer término, la evaluación ex post de una norma que tiene lugar cuando se pretende derogarla puede llegar demasiado tarde, después de que esta haya producido ya efectos perjudiciales que se podían haber evitado si dicha norma hubiera sido objeto de un riguroso seguimiento.

En segundo lugar, el hecho de que el legislador no haya previsto explícitamente la obligación de evaluar ex post la norma que se quiere derogar ni establecido regla alguna relativa a cómo debe realizarse la evaluación propicia que esta no se lleve a cabo de la manera en la que sería deseable. De un lado, porque es probable que la Administración carezca de los alicientes suficientes para analizar con el rigor exigible los efectos de la norma en cuestión. De otro lado, se corre el riesgo de que la Administración no pueda analizarlos con ese rigor aun cuando quiera, pues ya no es posible obtener o procesar la información necesaria para ello. En ocasiones, la evaluación requiere que el procedimiento correspondiente se ponga en marcha desde el mismo momento en el que la norma entra en vigor. Imaginemos, por ejemplo, que un Gobierno pretende restablecer el modelo de gestión de un servicio público que el Gobierno precedente sustituyó por uno diferente hace una década. Para evaluar cabalmente el modelo que ahora se quiere implantar, habría que comparar sus hipotéticos resultados con los que el modelo ha tenido durante los últimos años. Con este propósito, resulta de gran importancia conocer, entre otras cosas, cuál ha sido el grado de satisfacción de los usuarios del servicio durante ese tiempo. El problema es que, si cuando el modelo vigente entró en vigor no se articularon mecanismos que hayan permitido recoger periódicamente dicha información, muy difícilmente podrá obtenerse esta al cabo de una década. Además, por las razones antes indicadas, resulta sumamente difícil que el Gobierno evalúe de manera objetiva sus propias normas, que ponga mucho empeño en poner de manifiesto los más graves errores cometidos al aprobarlas.

En virtud de todo lo expuesto, resulta justificado que, en algunos casos, se obligue explícitamente a una organización relativamente independiente del Gobierno, cuya objetividad esté suficientemente asegurada, a evaluar ex post ciertas normas y observar determinadas reglas de procedimiento en esa tarea. Y, obviamente, debería ser el legislador el que determinara expresamente con cierto detalle tales extremos, si se quiere garantizar la utilidad de esta evaluación. Lo que garantiza la solución actualmente prevista con carácter general por el legislador español, según la cual la determinación de las normas que el Gobierno debe evaluar y las reglas que en esta evaluación ha de observar se dejan al discrecional albur del propio Gobierno, es la futilidad de las evaluaciones ex post.

7. Consecuencias de los vicios de procedimiento de los reglamentos y su control judicial

7.1. La regulación legislativa

La regulación legislativa de las consecuencias de los vicios de procedimiento de los reglamentos es muy parca y apenas ha cambiado desde hace seis décadas. En unos términos muy similares a los previstos en los preceptos legales que le precedieron 39, el artículo 47.2 LPAC establece que «serán nulas de pleno derecho las disposiciones administrativas que vulneren la Constitución, las leyes u otras disposiciones administrativas de rango superior, las que regulen materias reservadas a la Ley, y las que establezcan la retroactividad de disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales».

El legislador sólo ha asociado explícitamente una consecuencia jurídica a esta nulidad: tanto la Administración como los tribunales pueden revisar los reglamentos nulos y declarar su invalidez en cualquier momento, con independencia del tiempo transcurrido desde que fueron dictados 40.

7.2. La teoría unitaria: el dogma de la nulidad de los reglamentos

La gran mayoría de la doctrina española ha venido sosteniendo que todas las ilegalidades de los reglamentos determinan siempre su nulidad de pleno derecho 41. El tenor literal del artículo 47 LPAC y de los preceptos legales equivalentes que le precedieron no es el único argumento aducido para defender esta tesis.

Se ha señalado que, si los reglamentos fueran anulables, sólo podrían ser impugnados durante un determinado plazo, transcurrido el cual se harían indiscutibles y sus efectos jurídicos se convalidarían. Esto conduciría al absurdo de que, expirado aquel plazo, el reglamento que infringe una ley tendría que prevalecer sobre esta, que a partir de entonces quedaría privada de efecto. En adelante, el juez debería aplicar el reglamento ilegal e inaplicar la ley. Las leyes, o incluso la Constitución, podrían ser derogadas por una simple disposición administrativa, lo que violaría el principio de jerarquía normativa 42.

El problema de este razonamiento es que sólo explica por qué son nulos los reglamentos de contenido ilegal, pero se muestra inservible en el caso de aquellos cuyo contenido se ajusta a la ley, pero han sido elaborados sin haber seguido el procedimiento debido. Cuando el contenido de una disposición reglamentaria es ilegal, existe una antinomia entre esta y una ley, de modo que no es lógicamente posible aplicar ambas normas de modo simultáneo. Si este reglamento fuese anulable, sus efectos jurídicos se harían indiscutibles a partir de un determinado momento y desde entonces habría que resolver la antinomia siempre en su favor. Los jueces deberían aplicar el reglamento e inaplicar la ley cuantas veces se les planteara la contradicción. No se adivinan las razones por las que, a partir de un determinado momento, deban prevalecer los reglamentos sobre las leyes. En cambio, cuando se dicta una disposición administrativa sin observar el procedimiento legalmente establecido, cabe afirmar que esa disposición vulnera la ley, pero no que exista una antinomia entre ambas normas. Cuando un juez aplica esta disposición administrativa en un caso concreto no está privando simultáneamente de efecto a la ley de procedimiento vulnerada. Que los efectos de un reglamento viciado en su procedimiento se convaliden por el transcurso de cierto tiempo —o, dicho con otras palabras, que ese reglamento sea meramente anulable— no supone que la ley de procedimiento vulnerada vaya a quedar privada de todo efecto o derogada a partir de entonces. Esa convalidación no impide que la ley infringida siga teniendo vigencia y que deba ser observada al elaborarse una nueva disposición general. Lo mismo sucede cuando un acto administrativo anulable que padece un vicio de forma se convalida por el transcurso del plazo fijado para su impugnación.

También se ha tratado de evidenciar la extraordinaria gravedad de todas y cada una de las ilegalidades en que pueden incurrir los reglamentos, lo que justificaría en todo caso su nulidad. Se dice que las irregularidades de los reglamentos tienen mayor gravedad que las de los actos singulares como consecuencia de que la aplicación de aquellos da lugar a una serie de actos que serían asimismo ilegales. La injusticia en el seno del reglamento «multiplicará y amplificará sus efectos injustos en el tiempo, en la extensión, en la intensidad, a través de la infinitud de actos aplicativos del mismo, alcanzando, pues, un grado de injusticia incomparablemente superior al que quepa esperar de la ilegalidad de un solo acto» 43.

Esta afirmación debe matizarse. La ilegalidad de una disposición general no implica necesariamente la de los actos dictados en su aplicación. Si el contenido de un reglamento es ilegal, los actos que se dicten en su aplicación serán igualmente ilegales. Si existe una contradicción entre una regla legal y otra reglamentaria acerca de cómo debe ser un acto, el acto que se ajusta a la segunda vulnera la primera. Aquí sí que se «multiplica» la ilegalidad. En cambio, los actos dictados en aplicación de un reglamento que adolece de cualquier otra ilegalidad distinta de la de contenido —v. gr., falta de motivación—, pueden haber sido dictados con exquisita observancia de los límites materiales, de forma y de procedimiento establecidos por el ordenamiento jurídico, así como ser perfectamente adecuados para satisfacer los fines públicos que este prescribe. La ilegalidad del reglamento no tiene por qué «propagarse» necesariamente en este último caso. Lo cual no quita que el vicio del reglamento pueda tener eventualmente un cierto «efecto multiplicador» del desacierto. Cabe sostener que la inobservancia del procedimiento legalmente establecido para elaborar un reglamento aumenta la probabilidad de que su contenido y, en consecuencia, el de los actos dictados en su aplicación no logre un justo equilibrio entre todos los intereses legítimos implicados.

Por otro lado, el argumento del «efecto multiplicador» es ambivalente, pues la nulidad de una disposición general determinará la invalidez de muchos de los actos dictados a su amparo, lo que ocasionará una inseguridad jurídica muy superior a la engendrada por la nulidad de un único acto administrativo singular.

7.3. La teoría gradual

Varios autores han defendido que no todas y cada una las ilegalidades de los reglamentos determinan su nulidad. Los primeros en sostener esta tesis fueron Garrido Falla, Boquera Oliver y Entrena Cuesta. En su opinión, los reglamentos de contenido ilegal son siempre nulos. Los elaborados a través de un procedimiento defectuoso, en cambio, pueden ser nulos, anulables o incluso válidos. La consecuencia jurídica pertinente en cada caso se determina de acuerdo con las mismas reglas previstas por el legislador para los actos administrativos singulares. Esta tesis se basa explícita o implícitamente en el siguiente argumento. Los reglamentos son normas jurídicas, pero también actos administrativos. El precepto legal que sanciona con la nulidad la ilegalidad de las disposiciones reglamentarias se refiere sólo a la infracción de las leyes que imponen límites a los reglamentos en cuanto que actos de contenido normativo, es decir, límites referidos a su contenido. En lo demás, a los reglamentos se les aplican las mismas reglas previstas para los actos administrativos con el objeto de precisar si sus defectos conllevan la nulidad, la anulabilidad o una irregularidad no invalidante 44.

Otros autores han señalado que la solución postulada por la doctrina mayoritaria no resulta acorde con ciertos principios jurídicos. En esta línea se encuadra la tesis doctoral que dedicamos al tema hace veinte años 45. En ella defendíamos que el dogma de la nulidad de los reglamentos ilegales resulta insostenible, tanto de lege lata como de lege ferenda. A fin de precisar las consecuencias de las ilegalidades de los reglamentos, deben ponderarse las exigencias del principio de legalidad, que normalmente exige la invalidez del reglamento defectuoso, pero también las exigencias de otros principios jurídicos, como los de seguridad, eficiencia y proporcionalidad, que pueden requerir lo contrario 46. La solución que en cada caso se establezca debe lograr un justo equilibro entre todos estos principios. La nulidad no constituye siempre una solución equilibrada en este sentido, máxime si se entiende que la nulidad determina la invalidez absoluta y perpetua de los reglamentos a los que afecta y, por lo tanto, la imposibilidad de convalidarlos. Para lograr ese equilibrio, las consecuencias asociadas a cada ilegalidad deberían ser diversas, en función de la incidencia que los referidos principios tengan en cada caso. No hay una única solución óptima válida para todos los casos, sino varias.

Además, consideramos que nuestra legislación vigente es susceptible de una interpretación que satisface todos esos principios mejor que el dogma de la nulidad. Con arreglo a ella, los reglamentos ilegales pueden ser: nulos, anulables o total o parcialmente válidos; convalidados mediante una modificación retroactiva de la norma que infringieron 47, mediante la subsanación de sus defectos o mediante el transcurso del tiempo; y convertidos en otras normas. Las reglas de la anulabilidad, las irregularidades no invalidantes, la invalidez parcial, la conservación de trámites, la convalidación y la conversión previstas para los actos administrativos en los artículos 48-52 LPAC son sustancialmente aplicables a los reglamentos, mutatis mutandis.

Imaginemos, por ejemplo, que una ley impone al Gobierno el deber de dictar un reglamento de desarrollo antes de una determinada fecha, con el fin de que su aplicación efectiva no se demore excesivamente. Imaginemos que el reglamento se aprueba con posterioridad. Ningún sentido tiene que sea considerado nulo de pleno derecho. La nulidad constituiría una sanción desproporcionada por contraproducente, pues crearía una situación todavía más lesiva para los intereses protegidos por la ley, al incrementar el retraso que esta pretendió evitar 48. El remedio sería peor que la enfermedad. Es por esa razón que el Tribunal Supremo ha reputado válidos no pocos reglamentos emanados fuera del plazo legalmente establecido 49. Su extemporaneidad constituye un vicio no invalidante. Nótese que la misma solución se aplica a las leyes dictadas para transponer directivas de la Unión Europea después de transcurrido el plazo de transposición.

Ello no quita que la extemporaneidad pueda tener un efecto invalidante en otros casos, por ejemplo, cuando el plazo correspondiente fue establecido por la ley con el fin de limitar temporalmente, por razones de seguridad jurídica, la posibilidad de que la Administración adoptara ciertas medidas 50. Como advierte el Tribunal Supremo, «para dilucidar si una disposición general aprobada fuera del plazo fijado por su norma habilitante es válida, será preciso interpretar el sentido de dicho plazo; es decir, si tiene carácter esencial o no. Esta es una cuestión que no puede responderse en abstracto, sino que ha de abordarse teniendo en cuenta los términos de cada concreta habilitación normativa» 51. Este es, en definitiva, el mismo criterio que el artículo 48.3 LPAC prevé para la «realización de actuaciones administrativas fuera del tiempo establecido para ellas».

7.4. La jurisprudencia

En la jurisprudencia del Tribunal Supremo relativa a la invalidez de los reglamentos pueden encontrarse muchas inconsistencias: en la utilización de la terminología; entre las soluciones a las que se llega y las afirmaciones que eventualmente se hacen; entre distintas soluciones, etc. No obstante, en líneas generales, podemos distinguir en esta jurisprudencia dos grandes etapas, en cada una de las cuales predomina de facto una doctrina distinta.

7.4.1. Hasta 1999: predominio de la doctrina gradual

Recién publicadas la LJCA de 1956 y la LPA de 1958 (que introducen por primera vez en nuestro Derecho el recurso directo contra disposiciones generales y un procedimiento para elaborarlas, respectivamente), comienzan a abundar las sentencias que enjuician reglamentos aquejados de vicios de procedimiento. El Tribunal Supremo declara en varias de ellas que la nulidad prevista en el artículo 47.2 LPA (equivalente al art. 47.2 LPAC) se refiere sólo a los reglamentos ilegales en su contenido y que las consecuencias de las infraciones que no afectan a este se determinan con arreglo a los mismos preceptos de la LPA previstos para los actos administrativos 52. La Sentencia de 17 de junio de 1974 (RJ 2847) es la primera que argumenta esta solución. Afirma que el artículo 47.2 LPA, pese a su tenor literal, sólo se refiere a los supuestos en los que el contenido del reglamento es ilegal, porque «la prevalencia de la Ley no consiente que frente a ella subsistan disposiciones de jerarquía inferior que entrañen una desobediencia al mandato contenido en una norma superior», y sólo en estos supuestos la grave y extrema sanción de la nulidad del reglamento asegura el «pleno imperio» de la norma legal. A continuación, señala que sancionar con la nulidad todos los vicios de procedimiento sería contrario al principio de proporcionalidad: no todos ellos tienen la misma gravedad, por lo que no todos deben recibir el mismo tratamiento. Por esta razón entiende que las «sanciones graduadas» previstas para los actos administrativos son «extensivas» al tratamiento de los vicios del procedimiento de elaboración de las disposiciones generales. Es decir:

(i) Los vicios procedimentales del reglamento sólo causan su nulidad en los supuestos del artículo 47.1.c) LPA [hoy, art. 47.1.e) LPAC], o sea: cuando el reglamento ha sido dictado «prescindiendo total y absolutamente del procedimiento legalmente establecido para ello o de las normas que contienen las reglas esenciales para la formación de la voluntad de los órganos colegiados».

(ii) En los restantes casos, el reglamento es anulable: cuando «carezca de los requisitos formales indispensables para alcanzar su fin o dé lugar a la indefensión de los interesados» (art. 48.2 LPA, hoy 48.2 LPAC); o cuando en su elaboración se hayan llevado a cabo actuaciones fuera del tiempo marcado para ello por la ley y «así lo impusiera la naturaleza del término o del plazo» (art. 49 LPA, hoy 48.3 LPAC).

(iii) En los demás casos, el reglamento es válido a pesar de la irregularidad cometida.

Durante esta primera etapa, la jurisprudencia del Tribunal Supremo se ajusta, en líneas generales, a las consecuencias que de la doctrina sentada se desprenden:

(i) Las disposiciones reglamentarias incursas en los supuestos de nulidad previstos en el artículo 47.1 LPA pueden ser revisadas de oficio en cualquier momento 53 e inaplicadas con ocasión de los recursos interpuestos contra los actos dictados a su amparo, con independencia del tiempo transcurrido desde que fueron dictadas 54.

(ii) Los defectos de procedimiento que hacen anulables a las disposiciones reglamentarias sólo pueden ser alegados cuando estas se impugnan directamente, dentro del plazo de dos meses contados desde al día siguiente al de su publicación oficial, pero no cuando se recurren los actos que las aplican, recursos interpuestos normalmente cuando ya ha expirado aquel plazo 55.

(iii) Se consideran válidas algunas disposiciones reglamentarias dictadas fuera del plazo fijado por la ley 56 o aquejadas de infracciones de procedimiento que no habían impedido que se alcanzara el fin pretendido por la norma infringida 57.

Además, encontramos también sentencias que aplican a los reglamentos los preceptos legales relativos a la invalidez parcial 58, la conservación de trámites 59, la conversión 60 y la subsanación 61 de los actos administrativos.

7.4.2. Desde 1999: predominio de la doctrina unitaria

La jurisprudencia del Tribunal Supremo que se inicia en 1999 descansa sobre tres pilares. El primero es que todas las ilegalidades de los reglamentos causan su nulidad: «el grado de invalidez de las disposiciones generales es único: la nulidad absoluta, radical o de pleno derecho, ya se trate de un vicio de forma o sustantivo» 62. Para justificar esta solución, el Tribunal aduce simplemente la literalidad del artículo 47.2 LPA y de los preceptos prácticamente idénticos que le han sucedido 63.

El segundo pilar es que la declaración de nulidad de un reglamento tiene efectos retroactivos, desde que este fue aprobado, lo que deja sin cobertura a todos los actos dictados en su aplicación 64, sin perjuicio de que algunos de ellos no puedan ser ya revisados por haber adquirido firmeza (art. 73 LJCA) 65.

En tercer lugar, se afirma que no cabe aplicar a los reglamentos las disposiciones que el legislador ha establecido sobre la conservación de trámites, convalidación y conversión de los actos administrativos (arts. 49-52 LPAC). El argumento esgrimido es que «la misma naturaleza normativa de las determinaciones… declaradas nulas hace inviable la aplicación de los principios de conservación y de convalidación». Estas disposiciones se refieren a los «actos y trámites», a «las actuaciones», a los «actos anulables», no a las normas reglamentarias. Además, «las diferencias sustanciales entre el acto y la norma, su diferente régimen jurídico sobre la invalidez y el alcance de tales pronunciamientos, hacen inviable la “aplicación analógica”» de aquellas previsiones legislativas 66.

7.4.3. Crítica de la actual jurisprudencia

Esta jurisprudencia merece tres críticas principales: está basada en argumentos sumamente endebles, es inconsistente y conduce a consecuencias prácticas gravemente nocivas para los principios jurídicos e intereses legítimos en juego.

7.4.3.1. Fundamento

El argumento de que las «técnicas de conservación» previstas para los actos administrativos en los artículos 48-52 LPAC no son aplicables a los reglamentos porque el régimen jurídico de unos y otros nada tiene que ver no se tiene en pie. Reglamentos y actos administrativos están sometidos a numerosas reglas comunes, pues al fin y al cabo ambos son tipos de actuación de las Administraciones públicas. Entre sus respectivos regímenes jurídicos hay obviamente diferencias, pero también muchos principios compartidos. De hecho, abundantes preceptos se aplican indudablemente a ambos, aunque su tenor literal se refiera sólo a los «actos». Piénsese en: el mandato de que el contenido de los actos sea adecuado a sus fines (art. 34.2 LPAC); el deber de motivarlos (art. 35 LPAC); la prohibición de la desviación de poder (art. 48.1 LPAC); las reglas de procedimiento relativas a la emisión de informes (arts. 79-80 LPAC), a la información pública (art. 83 LPAC), al principio de celeridad (art. 71.1 LPAC), etc.

El Tribunal Supremo tampoco explica por qué no existe identidad de razón entre reglamentos y actos administrativos singulares a los efectos de aplicar analógicamente a los primeros las reglas previstas por el legislador para los segundos con el objeto de limitar su invalidez. A nuestro juicio, aquí existe una evidente identidad de razón. Estas reglas encuentran su fundamento en principios jurídicos como los de seguridad, economía procesal y proporcionalidad, cuyas exigencias se proyectan sobre la validez de los actos administrativos singulares, pero también sobre la de otros actos jurídico-públicos, como los que establecen normas de naturaleza reglamentaria o incluso legislativa. La aplicación ponderada de estos principios requiere, en algunos casos, que las irregularidades cometidas al elaborar una norma jurídica no la invaliden; que pueda aprobarse una norma, de contenido idéntico al de otra anterior defectuosa, sin necesidad de repetir todos los trámites que en su día se realizaron; que una norma inválida pueda ser convertida en otra válida, si reúne los requisitos de esta, etc.

De hecho, nuestro Tribunal Constitucional aplica frecuentemente a las leyes «técnicas de conservación» similares a las previstas para los actos administrativos, a pesar de que ningún precepto legal contempla semejante aplicación. Sirva el ejemplo de las llamadas «sentencias prospectivas». En ellas, el Tribunal dispone, por considerar que así lo exige el principio de seguridad jurídica, la conservación de algunos de los efectos jurídicos producidos por las leyes cuya inconstitucionalidad declara. En algunas ocasiones ha llegado a establecer que la ley declarada inconstitucional debía seguir siendo provisionalmente aplicable durante un tiempo, a fin de evitar un vacío normativo que dejara desprotegidos intereses constitucionalmente relevantes y propiciara su lesión 67. Ni la Constitución ni el legislador han previsto específicamente este tipo de pronunciamientos, pero el Tribunal los ha considerado pertinentes en virtud de ciertos principios jurídicos.

El Tribunal Constitucional también ha «convertido» leyes en más de una ocasión. El artículo 50 LPAC, rotulado «conversión de actos viciados», dispone que «los actos nulos o anulables que, sin embargo, contengan los elementos constitutivos de otro distinto producirán los efectos de este». Convertir un acto administrativo consiste en darle una calificación con arreglo a la cual es válido y distinta de la que le dio su autor, con arreglo a la cual era inválido 68. Esta figura puede considerarse un caso particular de aplicación del llamado principio de interpretación de los actos conforme con el ordenamiento jurídico 69. Si un acto es susceptible de dos o más interpretaciones (y calificarlo es una de las operaciones que ha de llevarse a cabo para interpretarlo), hay que descartar aquellas con arreglo a las cuales el acto es inválido y escoger alguna conforme a las cuales es válido. La justificación de este canon interpretativo reside en que permite conservar, hasta cierto punto, el efecto práctico perseguido por el autor del acto al dictarlo y, por ende, satisfacer los intereses legítimos en juego mejor de lo que los satisfaría una anulación total.

En la jurisprudencia constitucional pueden encontrarse varios casos de conversión de normas. Cabe mencionar, a título de ejemplo, aquellos en los que el Estado estableció un precepto con carácter de legislación básica, aplicable tanto al Estado como a las Comunidades autónomas, pero se excedió de lo que en la materia correspondiente constituyen las bases con arreglo a la Constitución. En tales casos, el Tribunal no suele declarar la nulidad del precepto en cuestión, sino que se limita a declarar que este vulnera el orden constitucional de competencias. Es decir, el Tribunal «convierte» una norma jurídica básica, vinculante para el Estado y las Comunidades autónomas, en una norma no básica, que vincula al primero y que sólo se aplica a las segundas supletoriamente 70.

7.4.3.2. Inconsistencias

La actual jurisprudencia del Tribunal Supremo incurre en dos grandes inconsistencias. De un lado, contraviene su jurisprudencia anterior, sin dar explicación alguna de las razones a las que obedece su cambio de postura, que resulta aparentemente inexplicable, pues los preceptos legales objeto de interpretación no han cambiado sustancialmentedesde 1958 71. De otro lado, es incoherente consigo misma, pues el Tribunal sigue adoptando numerosas decisiones y criterios que la contradicen en varios puntos.

(i) En efecto, en no pocas ocasiones, el Tribunal ha entendido que ciertos vicios de procedimiento de los reglamentos constituyen meras irregularidades no invalidantes, por no suponer una omisión total y absoluta del procedimiento ni haber causado indefensión o influido en el contenido de la norma 72. En las correspondientes sentencias se han estimado aplicables a los reglamentos las mismas reglas que determinan si los actos administrativos que padecen tales defectos son nulos, anulables o válidos.

(ii) El Tribunal también sigue considerando que, en principio, los defectos de procedimiento de los reglamentos sólo pueden ser alegados en el «recurso directo», para cuya interposición hay un plazo de dos meses contados desde el día siguiente al de su publicación oficial, pero no en los llamados «recursos indirectos», dirigidos contra los actos dictados en aplicación del reglamento, normalmente después de que aquel plazo haya expirado 73. Sólo admite una excepción para los defectos extraordinariamente graves, análogos a los que causarían la nulidad de los actos singulares con arreglo al artículo 47.1 LPAC: sólo «cuando se hubiese incurrido en una omisión clamorosa, total y absoluta del procedimiento establecido para su aprobación, en perjuicio del recurrente» 74. Es decir, el Tribunal, aunque no lo reconozca explícitamente, aplica a reglamentos y actos administrativos singulares un régimen prácticamente idéntico en este punto. Por regla general, sus defectos de procedimiento provocan la anulabilidad. En consecuencia, sólo determinan la invalidez de las normas reglamentarias cuestionadas si se invocan ante los tribunales dentro de aquellos dos meses; si no se invocan, estas se vuelven inatacables, se convalidan, por así decirlo. Excepcionalmente, cuando constituyen una omisión clamorosa, total y absoluta del procedimiento establecido para su aprobación, determinan la nulidad y, por consiguiente, pueden alegarse en cualquier momento.

(iii) El Tribunal Supremo ha aplicado a los reglamentos la regla de la invalidez parcial de los actos administrativos prevista en el artículo 49.2 LPAC. Ha declarado, por ejemplo, que la omisión de un trámite en el procedimiento de elaboración de un reglamento puede provocar la invalidez de sólo una parte de su contenido, si ese defecto ha podido influir sólo sobre esa parte y no sobre la restante 75.

(iv) El Tribunal Supremo ha dictado algunas sentencias «prospectivas», que declaran la ilegalidad de un reglamento —que regulaba las servidumbres aeronáuticas de un aeropuerto— por un vicio de procedimiento, pero mantienen su eficacia jurídica hasta que la Administración competente dicte un nuevo reglamento ajustado a Derecho. Se aducen para ello «razones imperiosas ligadas… a la seguridad de la navegación aérea»: aunque los artículos 71 y 72 LJCA «no contemplan de modo expreso la limitación de los efectos de las sentencias que acojan pretensiones de nulidad de los actos administrativos, la Sala estima que ante circunstancias excepcionales, y por razones muy cualificadas que atañen a la seguridad y a la vida de las personas, nada obsta a que se mantenga temporalmente la eficacia del acto anulado, en tanto es subsanado el defecto formal determinante de la nulidad de aquellos actos» 76. En sentencias posteriores, sin embargo, el Tribunal Supremo se ha negado a extender a otros casos este precedente, cuya excepcionalidad resalta 77. Además argumenta, por un lado, que la LJCA «no faculta al Tribunal a aplazar o diferir el momento de la efectividad de la declaración de nulidad; y, por otro, [que este pronunciamiento] pugna con la esencia misma de la nulidad de pleno derecho y con el propio principio de seguridad jurídica que se invoca al permitir, por la sola decisión del tribunal y sin amparo legal alguno, la vigencia y consiguiente aplicación —nada menos que durante el tiempo que se tarde en elaborar una nueva norma de planeamiento que sustituya a la anulada, según se pretende— de una norma expulsada del ordenamiento jurídico por estar viciada de origen, perpetuando indefinidamente su aplicación y, con ello, la persistencia en la lesión».

Los argumentos no pueden ser más contradictorios. El legislador, ciertamente, no ha previsto que las sentencias que anulan la disposición o el acto impugnado puedan tener efectos «prospectivos», pero tampoco ha dispuesto que estos sean retroactivos. La ley nada dice al respecto. El Tribunal Supremo se refiere a la «esencia misma de la nulidad de pleno derecho», pero lo cierto es que ningún precepto de nuestro ordenamiento jurídico establece que la nulidad tenga eficacia ex tunc, retroactiva, absoluta. Así lo ha advertido el propio Tribunal en alguna ocasión: «esta distinción en la producción de los efectos jurídicos entre la declaración de nulidad [ex tunc] y la anulación [ex nunc]… en el campo del derecho administrativo no tiene cobertura legal, aunque haya sido acogida por gran parte de la doctrina. Los efectos retroactivos de la declaración de nulidad y de la mera anulación vendrán determinados por lo que en cada momento disponga la ley. Y de momento no existe ninguna norma que disponga que la declaración de nulidad suponga siempre la aplicación retroactiva de sus efectos» 78.

Por otro lado, el argumento de la seguridad jurídica es ambivalente. Este principio exigirá muchas veces no sólo la conservación de las situaciones surgidas y consolidadas al amparo de un reglamento, sino también que no se cree un vacío normativo que puede dejar desprotegidos y propiciar la lesión de importantes intereses públicos, máxime cuando el contenido del reglamento es conforme a Derecho.

En nuestra opinión, tanto el Tribunal Constitucional como los tribunales de lo contencioso-administrativo pueden anular con efectos prospectivos o incluso declarar provisionalmente aplicables las normas sometidas a su juicio porque, indudablemente, les está permitido anularlas parcialmente 79. Anular con efectos pro futuro una norma es anularla en una parte de su ámbito temporal de validez 80. Y se anulan parcialmente las normas porque y cuando son parcialmente válidas, es decir, cuando sólo algunos de sus efectos merecen el respaldo del ordenamiento jurídico. Lo cual puede ocurrir si algún principio, como el de seguridad jurídica, exige con más fuerza que el de legalidad su conservación 81.

7.4.3.3. La prohibición categórica de subsanación y conservación de trámites

Las únicas dos reglas que el Tribunal Supremo ha afirmado sin excepción alguna son las que, a su juicio, prohíben subsanar los reglamentos que padecen defectos de procedimiento y conservar los trámites que en su día se emplearon en su elaboración. Si la Administración decide aprobar un nuevo reglamento en sustitución del anterior defectuoso, debe «comenzar desde cero» y tramitar enteramente un nuevo procedimiento. A los argumentos antes expuestos añade otro: el legislador español sólo prevé explícitamente la subsanación de los actos anulables (art. 52.1 LPAC), por lo que hay que entender a contrario sensu que la de los nulos está prohibida 82.

Entre estas dos reglas existe una estrecha relación. Subsanar un acto jurídico inválido no es otra cosa que dictar uno nuevo con el mismo contenido que el anterior y en cuya elaboración pueden aprovecharse, sin necesidad de repetirlos, los trámites que se emplearon para aprobar este y que todavía pueden cumplir su finalidad 83. Es decir, la subsanación viene normalmente acompañada de la conservación de trámites.

Ninguna duda cabe de que la Administración, en principio, siempre puede aprobar una nueva norma reglamentaria cuyo contenido se ajusta a Derecho y coincide con el de otra norma anterior aquejada simplemente de un vicio de procedimiento. Otro problema, que no hace falta analizar ahora, es si y en qué medida el reglamento posterior puede tener efectos retroactivos 84. En lo que aquí interesa, la cuestión es si para aprobar el nuevo reglamento se pueden conservar algunos trámites empleados en la elaboración del anterior. En nuestra opinión, la respuesta ha de ser afirmativa 85, por dos razones.

Esta conservación viene amparada por el tenor literal del artículo 51 LPAC, que dispone que «el órgano que declare la nulidad o anule las actuaciones dispondrá siempre la conservación de aquellos actos o trámites cuyo contenido se hubiera mantenido igual de no haberse cometido la infracción». Adviértase que este artículo no limita la posibilidad de conservar trámites a los casos en los que se haya declarado la ilegalidad de un acto anulable. Al contrario, prevé explícitamente la conservación de trámites empleados en la elaboración de actos declarados nulos 86. Es más, al hablar simplemente de «declaración de nulidad», sin especificar el tipo de acto jurídico a que esta se refiere, el precepto puede ser interpretado en el sentido de que también permite la conservación de trámites utilizados para elaborar una disposición reglamentaria.

En segundo lugar, esa conservación de trámites constituye una elemental exigencia de los principios jurídicos de eficiencia en el uso de recursos públicos (art. 31.2 CE) y economía procesal. Aunque no existiera el artículo 51 LPAC, las Administraciones públicas podrían y deberían llevar a cabo dicha conservación en virtud de estos principios. Resulta económicamente irracional, ineficiente, incurrir en los considerables costes —de tiempo, esfuerzo, dinero, inseguridad, desprotección, etc.— que implica repetir ciertas actuaciones procedimentales cuando las equivalentes anteriores todavía pueden cumplir razonablemente su finalidad. No está justificado realizar de nuevo unos trámites que no van a aportar información sustancialmente distinta de la que se obtuvo en su día con los antiguos.

7.4.3.4. Una jurisprudencia incompatible con los principios jurídicos de seguridad, eficiencia y proporcionalidad

Con todo, el reproche más serio que se le puede hacer a esta jurisprudencia es que, de resultas de ignorar las exigencias de principios jurídicos como los de seguridad, eficiencia y proporcionalidad, conduce a consecuencias prácticas gravemente nocivas para la sociedad, especialmente en el ámbito urbanístico. La elevada mortandad de los planes urbanísticos, combinada con la reluctancia de los tribunales a admitir la conservación de algunos de sus efectos, ha generado una enorme inseguridad jurídica, un gigantesco despilfarro de recursos públicos y una seria desprotección de los derechos e intereses legítimos de cientos de miles de personas.

7.4.4. Críticas doctrinales, inmovilismo judicial y propuestas legislativas

La jurisprudencia relativa a la invalidez de planes urbanísticos ha provocado un alud de críticas doctrinales, similares a las que acabamos de exponer 87. Esta polémica sectorial ha dado pie a que varios autores hayan revisado el dogma de la nulidad de los reglamentos en general, no sólo de los referidos planes, y se hayan adherido a la tesis gradual 88. Resulta llamativo que hayan criticado duramente esta jurisprudencia incluso profesores que vienen (¡y siguen!) defendiendo el dogma de la nulidad en sus manuales desde hace años o incluso décadas 89. El Tribunal Supremo, sin embargo, apenas ha rectificado un ápice su posición. Con el objeto de repensarla se organizó un seminario en el que participaron magistrados de su Sala Tercera y reputados catedráticos de Derecho administrativo. Los artículos que recogen sus respectivas ponencias 90 reflejan la «firmeza» con la que los primeros defendieron su jurisprudencia y el «empeño» con el que los segundos insistieron en su modificación 91. El diálogo no se ha traducido, pues, en un acercamiento significativo de sus respectivas posiciones.

Así las cosas, las miradas se han vuelto hacia el legislador. En 2018, el Grupo Parlamentario Popular del Congreso presentó una «Proposición de ley de medidas administrativas y procesales para reforzar la seguridad jurídica en el ámbito de la ordenación territorial y urbanística» 92, de entre las cuales destacan las siguientes:

(i) La proposición considera necesario pronunciarse sobre la «naturaleza jurídica» de los instrumentos de ordenación territorial y urbanística (en adelante, IOTU) y establecer que estos son «actos administrativos generales», si bien pueden «incorporar normas… que tendrán la consideración de disposiciones administrativas de carácter general».

(ii) Estas normas son nulas de pleno derecho cuando incurran en alguno de los vicios previstos en el artículo 47.2 LPAC. Las determinaciones no normativas de los IOTU serán nulas o anulables con arreglo a lo dispuesto en la LPAC para los actos administrativos singulares. Y los acuerdos de aprobación definitiva de los IOTU serán nulos de pleno derecho, en todo caso, cuando incurran en alguno de los supuestos contemplados en el artículo 47.1 LPAC. La Proposición aclara a estos efectos cuándo puede entenderse que se ha prescindido total y absolutamente del procedimiento legalmente establecido.

(iii) Las técnicas de conversión, conservación y convalidación previstas en la LPAC son aplicables cuando se declare la nulidad o se anulen determinados actos del procedimiento de elaboración de los IOTU. En consecuencia:

a) La nulidad del acto de aprobación de los IOTU o de sus normas será parcial cuando el vicio afecte sólo a determinados preceptos o a una parte de su ámbito territorial o material de aplicación.

b) Se conservarán los actos que hubieren adquirido firmeza antes de que la anulación alcance efectos generales.

c) La invalidez de un IOTU no afectará, por sí sola, al resto de instrumentos de ordenación y de ejecución urbanística que lo hayan desarrollado, que se considerarán independientes a los efectos del artículo 49.1 LPAC. Sólo provocará su invalidez, excepcionalmente, cuando la sentencia anulatoria así lo declare expresamente por entender bien que la nulidad de las normas que integran el IOTU produce, igualmente, la nulidad del correspondiente instrumento de desarrollo o bien que ambos padecen los mismos vicios.

d) Cuando la anulación se deba a un vicio formal o procedimental, se declarará la conservación de las actuaciones y trámites no afectados por el vicio cometido, y se permitirá la subsanación. La sentencia fijará un plazo, que en principio no podrá ser superior a un año, para que la Administración competente subsane el vicio, quedando prorrogada mientras tanto, de forma provisional, la eficacia de la disposición o acto anulado.

(iv) Las normas contenidas en los IOTU sólo podrán ser impugnadas a través del llamado recurso indirecto contra reglamentos dentro del plazo de cuatro años contados desde el día siguiente al de su publicación oficial. Además, este recurso únicamente podrá basarse en los «vicios de ilegalidad material» de tales normas, y no en las irregularidades que afecten a su procedimiento de elaboración.

Esta regulación supone un avance importante, pero también presenta aspectos cuestionables. El primero es que algunas de sus previsiones adolecen de falta de claridad y pueden engendrar problemas interpretativos. Por ejemplo, resulta criticable, por confusa y seguramente innecesaria, la distinción que se hace entre las normas del IOTU, sus determinaciones no normativas y el acuerdo de aprobación definitiva del IOTU. No está claro que ha querido decir la Proposición al prever que: las primeras serán nulas de pleno derecho «cuando incurran en algunos de los vicios referidos en el artículo 47.2 LPAC»; las segundas serán nulas o anulables con arreglo a lo dispuesto en la LPAC para los actos administrativos singulares; y el referido acuerdo será nulo si incurre en alguna de las causas contempladas en el artículo 47.1 LPAC. ¿Quiere decirse que los vicios de procedimiento del IOTU determinan siempre la nulidad de sus normas? ¿Quiere decirse que sólo los vicios de contenido provocan siempre la nulidad de estas, mientras que los de procedimiento sólo la determinan en los casos previstos en el artículo 47.1 LPAC?

Da la impresión de que la distinción se hace con el fin de que las soluciones articuladas en la proposición respecto de los IOTU parezcan coherentes con el dogma de la nulidad de las normas reglamentarias, que aparentemente se mantiene para las no contenidas en los IOTU 93. Es evidente, no obstante, que el contenido de la Proposición es radicalmente contrario al referido dogma, que debería desecharse con carácter general, no sólo en el caso de los IOTU.

Además, la distinción carece seguramente de relevancia. El régimen jurídico de los vicios de procedimiento que dan lugar a la anulabilidad es prácticamente el mismo que el de los causantes de la nulidad. En ambos casos se admite la conservación de trámites y actos dictados en aplicación del IOTU, la subsanación de tales vicios, la vigencia provisional del IOTU para dar a la Administración la oportunidad de subsanarlos, la imposibilidad de alegarlos en el recurso indirecto, etc.

El punto más criticable de la Proposición, a nuestro juicio, es que se queda muy corta, al contemplar su aplicación sólo a un tipo de reglamentos, los IOTU, lo que además plantea el problema de cuál es el régimen jurídico de los restantes. ¿Cabe aplicarles analógicamente algunas de las reglas previstas para los IOTU o los actos administrativos singulares? ¿Sigue valiendo para ellos la jurisprudencia actual del Tribunal Supremo? Los argumentos sobre los que esta se basa son igualmente endebles con independencia de la clase de normas reglamentarias de que se trate. Y los resultados prácticos a los que conduce son contrarios a los principios de seguridad jurídica, eficiencia y proporcionalidad también cuando se trata de reglamentos distintos de los IOTU. A nuestro juicio, el legislador debería abordar esta materia con mayor amplitud de miras, trata de resolver los múltiples problemas e interrogantes que plantea la invalidez de los reglamentos en general y dejar sentado que al menos algunas de las «técnicas de conservación» previstas en la Proposición se aplican a todas las disposiciones reglamentarias.

En otros puntos, en cambio, la Proposición se «pasa de frenada». Especialmente desacertado nos parece limitar a un plazo de cuatro años la posibilidad de impugnar indirectamente por vicios de su contenido las normas contenidas en los IOTU 94. Cabría estimar incluso que esta limitación viola el principio de jerarquía normativa (art. 9.3 CE) y el derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24 CE). Lo primero porque implica que, si existe una contradicción entre una de aquellas normas y otra de superior jerarquía, prevalece la jerárquicamente inferior después de que transcurran cuatro años desde su publicación oficial. Lo segundo porque, en no pocas ocasiones, puede privar a los afectados de la posibilidad efectiva de impugnar decisiones que lesionan sus derechos o intereses legítimos. Es obvio que el recurso directo contra reglamentos no basta para garantizar la tutela judicial efectiva de aquellos, habida cuenta del (i) brevísimo plazo de dos meses establecido para interponerlo, y de que (ii) los reglamentos se publican, no se notifican personalmente a todos sus destinatarios, por lo que es muy difícil que en esos dos meses los interesados puedan detectar, comprender e impugnar preventivamente, antes de que se les hayan aplicado, todas las normas reglamentarias potenciales lesivas para sus derechos. Lo habitual es que la gran mayoría de los ciudadanos tenga noticia de las normas reglamentarias ilegales que les afectan y puedan efectivamente reaccionar contra ellas cuando estas se les aplican individualmente, por lo general a través de actos administrativos que hay que notificarles. Pues bien, es perfectamente posible que la aplicación individual del reglamento tenga lugar cuando ya han transcurrido cuatro años desde su publicación oficial, en cuyo caso los afectados quedarán indefensos frente a las ilegalidades de los actos aplicativos que derivan de los vicios de contenido del reglamento, si ya no pueden invocarlas. Más aún, es perfectamente posible que una persona se incorpore al círculo de los destinatarios de una norma reglamentaria ilegal después de esos cuatro años, en cuyo caso ninguna posibilidad tendrá de impugnar los actos ilegales dictados en su aplicación cuya ilegalidad derive de la ilegalidad material de aquella, de acuerdo con la solución prevista en la Proposición.

Tampoco nos parece acertado el automatismo con el que se prevé la prórroga de la vigencia del IOTU con el objeto de que la Administración pueda subsanar sus defectos. En nuestra opinión, habrá casos en los que, sin duda, esa prórroga estará justificada, a fin de no crear un vacío normativo que puede ser enormemente lesivo para los intereses legítimos en juego. Pero también cabe pensar que en otros casos resultará improcedente. Piénsese, por ejemplo, en un IOTU que padece vicios tan graves que no es previsible que puedan ser subsanados durante el plazo previsto por la ley y, además, tan ostensibles que hacen muy difícil que alguien pueda haber confiado razonablemente en la validez de la norma considerada. El legislador debería haber establecido seguramente una solución más matizada, que previera alguna excepción a la regla general de la prórroga.

7.5. El sometimiento a plazo del recurso directo contra reglamentos

El recurso directo contra reglamentos sólo puede interponerse dentro de los dos meses posteriores al día siguiente al de su publicación. El problema es que, como acabamos de ver 95, resulta muy difícil que en esos dos meses los interesados puedan detectar, comprender e impugnar preventivamente, antes de que se les hayan aplicado, todas las normas reglamentarias potenciales lesivas para sus derechos.

Transcurrido este plazo, a los afectados sólo les queda una vía para obtener la protección judicial frente a los reglamentos: el llamado recurso indirecto, que pueden interponer contra los actos dictados en su aplicación (art. 26 LJCA). A través de esta vía, también se puede declarar con efectos generales la invalidez de la disposición reglamentaria en cuestión. El Tribunal Supremo y el tribunal competente para conocer del recurso directo pueden efectuar dicha declaración si, en cualquier instancia procesal, conocen de un recurso indirecto y aprecian la invalidez de la disposición (arts. 27.2 y 27.3 LJCA). En los restantes casos, una vez firme la sentencia estimatoria del recurso indirecto, el órgano jurisdiccional que la haya dictado debe plantear una cuestión de ilegalidad ante el tribunal competente para conocer del recurso directo (art. 27.1 LJCA), que en su caso efectuará la referida declaración.

Esta solución presenta tres serios inconvenientes. El primero es que las personas afectadas deberán esperar a que se consume la aplicación del reglamento inválido para poder reaccionar contra él y obtener su anulación. A estos efectos, probablemente se verán en la necesidad de interponer un recurso administrativo, luego uno contencioso-administrativo y, en su caso, aguardar la resolución de la subsiguiente cuestión de ilegalidad.

El segundo es que la necesidad de resolver estos recursos indirectos antes de que el tribunal competente se pronuncie con efectos erga omnes sobre la invalidez del reglamento retrasa este pronunciamiento, que debería producirse con la máxima celeridad, a fin de evitar «situaciones de inseguridad o interinidad en torno a la validez y vigencia de las normas» (en palabras del preámbulo de la LJCA).

En tercer lugar, la posibilidad prevista en los apartados 2 y 3 del artículo 27 LJCA menoscaba el derecho a la tutela judicial efectiva, ya que contempla la anulación de una norma reglamentaria sin que se emplace en el proceso, siquiera a través de un anuncio en un periódico oficial, a las personas afectadas en sus derechos e intereses por la norma en cuestión 96.

Estos tres inconvenientes se podrían evitar si el recurso directo contra reglamentos no estuviera sometido a plazo 97. Entiéndase bien, no defendemos que todo reglamento ilegal deba ser anulado sin importar el tiempo transcurrido desde que se dictó. Consideramos que algunos defectos de procedimiento de las normas reglamentarias deberían determinar su anulabilidad y, por lo tanto, sólo deberían poder ser alegados dentro de un cierto periodo. Lo que defendemos es la existencia de un cauce que, en aras de la seguridad jurídica, la eficiencia y la tutela judicial efectiva, permita en todo momento llegar con la máxima celeridad a un resultado que debería producirse tarde o temprano: la anulación de los reglamentos nulos, de aquellos inválidos que no dejarán de serlo por el mero transcurso de plazo alguno.

En contra de esta solución cabría argumentar que obligaría a los tribunales a estar resolviendo constantemente recursos directos contra reglamentos válidos, puesto que las sentencias desestimatorias carecen de efectos erga omnes y, por consiguiente, no impiden que pueda volver a cuestionarse la validez de la correspondiente norma reglamentaria en otro proceso distinto. Sin embargo, el mismo problema presenta el sistema actual. Nada impide que los particulares impugnen una y otra vez los actos dictados en aplicación de un reglamento que ha sido considerado válido (art. 26.2 LJCA) y que los tribunales desestimen sucesivos recursos y cuestiones de ilegalidad. Además, la desestimación de un recurso directo contra un reglamento o de una cuestión de ilegalidad, si bien no goza de los citados efectos erga omnes, sí tiene el valor que en nuestro Derecho se asigna al precedente. Por lo tanto, es muy probable que estas sentencias desestimatorias disuadan a los ciudadanos de interponer recursos que probablemente están abocados al fracaso y a la condena en costas. Téngase en cuenta, adicionalmente, que el tribunal competente puede inadmitir los nuevos recursos sin necesidad de entrar en el fondo —con el ahorro que ello conlleva— cuando se hubieran desestimado en el fondo recursos sustancialmente iguales por sentencia firme (art. 51.2 LJCA).

7.6. Derecho comparado

También en otros ordenamientos jurídicos, el dogma de la nulidad de las normas reglamentarias ilegales ha sido objeto de importantes correcciones, por no decir abandonado. Este dogma nace en atención a los vicios de contenido, de incompetencia y de forma externa. Todos ellos determinaban (y siguen determinando) la nulidad de los reglamentos afectados. Posteriormente, cuando el legislador comienza a regular profusamente el procedimiento de elaboración de ciertas disposiciones y empiezan a abundar las aquejadas de vicios procedimentales se apreciará lo insatisfactorio de sancionarlas siempre con su nulidad. El legislador o los tribunales reaccionarán entonces para diversificar las consecuencias jurídicas pertinentes.

En Alemania, la quiebra del dogma de la nulidad se produjo en las dos últimas décadas del siglo xx como consecuencia de la elevada mortandad de los planes urbanísticos. Las soluciones ensayadas primero respecto de estos planes se extendieron luego a otras normas reglamentarias. En varias reformas legislativas se ha dispuesto que: ciertas irregularidades de estas normas carecen de fuerza invalidante; otros vicios procedimentales se vuelven irrelevantes si no se invocan formalmente frente a la Administración dentro de un determinado plazo; la Administración puede subsanar ciertos vicios de procedimiento de los reglamentos y disponer su entrada en vigor retroactiva 98.

En Francia se ha llegado a un resultado similar. Una Ley de 1994 limita temporalmente la eficacia invalidante de los vicios de procedimiento y forma de los planes urbanísticos. Al enjuiciar los actos dictados en su aplicación, tales vicios sólo se pueden alegar dentro de los seis meses siguientes a la publicación del plan 99. Desde 2014, el legislador permite al juez que conoce de un recurso contra un plan urbanístico y aprecia un defecto de forma, procedimiento o incluso, bajo ciertas condiciones, de contenido, suspender el procedimiento y dar un plazo a la Administración para subsanarlo. En el ínterin, el plan mantiene sus efectos jurídicos. Si la Administración corrige el vicio, el juez resuelve sobre la validez del plan previa audiencia de las partes 100.

En el Derecho portugués, la gran reforma legislativa de 2015 introduce importantes novedades que afectan a todos los reglamentos, no sólo a los planes urbanísticos en particular. En principio, los reglamentos ilegales son inválidos, y su invalidez puede ser invocada en cualquier momento por cualquier interesado y declarada de oficio por los órganos administrativos competentes 101. En correspondencia, el recurso directo contra disposiciones reglamentarias no está sujeto a plazo. En todo momento pueden los afectados impugnarlas ante los tribunales 102. No obstante, las que padecen defectos de procedimiento o de forma que no determinen su inconstitucionalidad sólo pueden ser impugnadas o revisadas de oficio en el plazo de seis meses contados desde la fecha de su publicación, salvo en los «casos de carencia absoluta de forma legal o de omisión de la consulta pública exigida por la ley» 103. Dicho con otras palabras: los reglamentos ilegales son, por regla general, nulos, salvo que padezcan vicios de forma o procedimiento, en cuyo caso son, por regla general, anulables.

Además, el legislador portugués establece que, en principio, la anulación de un reglamento inválido produce efectos ex tunc, desde que este entró en vigor 104. No obstante, también prevé que el «tribunal puede disponer que los efectos de la anulación sólo se produzcan a partir de la fecha en que la sentencia adquiera fuerza de cosa juzgada cuando así lo justifiquen razones de seguridad jurídica, de equidad o de excepcional interés público debidamente fundamentadas» 105.

En otros países han sido los órganos jurisdiccionales los que, sin cobertura legal explícita, han entendido que podían apartarse del dogma de la nulidad de las normas administrativas en varios puntos. Los tribunales de los Estados Unidos de América han considerado, en algunos casos, que ciertas ilegalidades carecen de fuerza invalidante (constituyen harmless errors) si cabe razonablemente estimar que no han influido de manera negativa sobre el contenido de la norma o los derechos en juego 106. En otros casos, el tribunal que aprecia un vicio de procedimiento en una norma, en lugar de anularla, puede «devolvérsela» a la Administración para que lo subsane (remand without vacatur); la norma, mientras tanto, sigue produciendo sus efectos jurídicos 107. Finalmente, en ocasiones, se ha limitado la eficacia temporal de las sentencias que declaran la ilegalidad de una norma, y conservado así algunos de sus efectos jurídicos.

Los tribunales británicos, en sentido similar, se consideran competentes para dictar, excepcionalmente, resoluciones anulatorias suspensivas o prospectivas. En virtud de las primeras, se anula una disposición administrativa ilegal, pero se suspende su eficacia jurídica durante un tiempo determinado, con el objeto de dar a la Administración la oportunidad de corregir las ilegalidades apreciadas. Si estas no se corrigen dentro de ese periodo, la anulación despliega sus efectos. En virtud de las segundas, la disposición ilegal se anula con carácter pro futuro, ex nunc, sólo en lo que respecta a los efectos jurídicos que la norma inválida pretendía desplegar a partir del momento en que se dicta la sentencia anulatoria, que, por consiguiente, no afecta a los engendrados con anterioridad 108.

Y, en fin, prácticamente todos los tribunales constitucionales de los países occidentales, así como el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, estiman, con o sin cobertura legal explícita, que pueden determinar el alcance temporal de las sentencias que anulan normas jurídicas y declarar la conservación de los efectos producidos por estas durante un cierto periodo—típicamente, antes de la publicación de la sentencia anulatoria— 109.

8. Conclusiones

Con el objeto de interpretar, aplicar y evaluar las normas que regulan el procedimiento de elaboración de disposiciones reglamentarias hay que considerar no sólo los beneficios que este puede reportar, sino también sus costes, entre los que se incluyen los derivados de la eventual invalidez de tales disposiciones, en el caso de que los tribunales aprecien y declaren su disconformidad con el ordenamiento jurídico.

El procedimiento de elaboración de reglamentos previsto con carácter general en nuestra legislación resulta excesivamente uniforme, denso e inapropiado para preparar muchas disposiciones administrativas atípicas, cuyas características difieren significativamente de las de los reglamentos para los que dicho procedimiento está pensado. Esta excesiva uniformidad da lugar a consecuencias prácticas indeseables. Por ejemplo, propicia que dichas disposiciones sean excluidas del concepto de reglamento y se les aplique un régimen jurídico que no garantiza adecuadamente la tutela judicial efectiva de los afectados.

La medida en la que el procedimiento de elaboración de normas reglamentarias contribuye efectivamente a garantizar el acierto de estas depende crucialmente de cómo se configure la organización encargada de realizar las actividades que integran dicho procedimiento. Nuestras Administraciones públicas no están ni acostumbradas ni bien pertrechadas para evaluar cabalmente los costes y los beneficios sociales esperados de las distintas alternativas regulatorias.

El legislador español debería establecer no sólo una obligación de evaluar ex post ciertas normas reglamentarias, sino también las reglas de procedimiento y organización que aseguren la objetividad y la utilidad de esta evaluación. La solución establecida en la legislación vigente, por la cual se deja a la discrecionalidad del Gobierno la determinación de las normas a evaluar ex post y las reglas que deben observarse en esta tarea, propicia la inutilidad de las correspondientes evaluaciones.

El Tribunal Supremo viene sosteniendo desde 1999 una suerte de dogma de la nulidad de los reglamentos, con arreglo al cual: todas sus ilegalidades los hacen nulos; su declaración de nulidad tiene efectos retroactivos, y no cabe aplicar a estas normas los preceptos legislativos relativos a la conservación de trámites, convalidación y conversión de los actos administrativos. Esta jurisprudencia incurre en notables inconsistencias y conduce a resultados prácticos contrarios a los principios de seguridad jurídica, eficiencia y proporcionalidad, como han puesto de manifiesto numerosos autores. Nuestra legislación vigente puede y debe ser objeto de una interpretación que satisfaga todos esos principios mejor que el dogma de la nulidad. Con arreglo a ella, los reglamentos ilegales pueden ser: nulos, anulables, total o parcialmente válidos; convalidados mediante la subsanación de sus defectos o mediante el transcurso del tiempo; y convertidos en normas válidas, de acuerdo con las reglas previstas para los actos administrativos en los artículos 48-52 LPAC, que deberían ser aplicadas, mutatis mutandis, a las disposiciones reglamentarias Una solución equivalente se ha impuesto también en otros muchos ordenamientos jurídicos.

En aras de la seguridad jurídica, la eficiencia y la tutela judicial efectiva de los afectados, el recurso contencioso-administrativo directo contra disposiciones reglamentarias no debería estar sujeto a plazo, a fin de que, en todo momento, pueda declararse con celeridad y efectos erga omnes la invalidez de las nulas. Ello no quita que algunos defectos de procedimiento de estas disposiciones determinen su anulabilidad y, por lo tanto, sólo puedan ser alegados dentro de un cierto periodo.

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* Este texto tiene su origen en una ponencia presentada en el XIV Coloquio Luso-Español de Profesores de Derecho Administrativo, celebrado en la Universidade Católica Portuguesa de Porto, los días 22 y 23 de octubre de 2021. El autor agradece a los organizadores, los profesores Fausto de Quadros, José Luis Martínez López-Muñiz, Luis Míguez Macho y Mário Aroso de Almeida, la invitación. Igualmente agradece a Clàudia Gimeno Fernández, José María Rodríguez de Santiago y dos revisores anónimos los valiosos comentarios hechos en relación con un borrador de este trabajo. Los errores subsistentes son de la exclusiva responsabilidad del autor. Una versión del apartado 6 fue publicada bajo el título «La evaluación ex post de las normas jurídicas» en el blog Almacén de Derecho, el 21 de enero de 2022.

1 Respecto de la Administración estatal, vid. los arts. 129-133 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas (en adelante, LPAC); y los arts. 25-28 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno (en adelante, LG). Respecto de las Administraciones autonómicas, vid., por ejemplo, los arts. 61-70 de la Ley 26/2010, de 3 de agosto, de régimen jurídico y de procedimiento de las administraciones públicas de Cataluña. Respecto de las Entidades locales, vid. el art. 49 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local (en adelante, LBRL).

2 En relación con los planes urbanísticos, vid., por ejemplo, el art. 6 de la Ley 21/2013, de 9 de diciembre, de evaluación ambiental.

3 Vid., por todos, GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2020).

4 Vid., por todos, GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2020); RODRÍGUEZ DE SANTIAGO (2021: 136).

5 POSNER (1993).

6 Vid. un ejemplo en FERNÁNDEZ TORRES (2017).

7 Vid. SORIA MARTÍNEZ y MARTÍN BASSOLS (2017); AGUDO GONZÁLEZ (2018).

8 En palabras del art. 26.6 LG.

9 Como bien advierte NÚÑEZ LOZANO (2003: 347), esto propicia que, en tales casos, el Gobierno regule mediante decreto-ley materias que no están reservadas a la ley y que, por lo tanto, podrían ser reguladas mediante reglamento.

10 Vid. el art. 6 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público (en adelante, LRJSP). Sobre su discutida naturaleza jurídica, entre otros, BAENA DEL ALCÁZAR (1965); MORENO REBATO (1998); MOROTE SARRIÓN (2002); BACIGALUPO SAGGESE (2005); COELLO MARTÍN y GONZÁLEZ BOTIJA (2007).

11 Vid. el art. 74 del texto refundido del Estatuto Básico del Empleado Público (aprobado por el Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre). Sobre su discutida naturaleza jurídica, entre otros, MOREU CARBONELL (1997); GIL FRANCO (2015).

12 A favor de la naturaleza reglamentaria de estos algoritmos, BOIX PALOP (2020). En contra, ARROYO JIMÉNEZ (2020) y HUERGO LORA (2021: 64-67).

13 Vid. el art. 27.1 del texto refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores (aprobado por el Real Decreto Legislativo 2/2015, de 23 de octubre).

14 Vid. los arts. 25-27 del texto refundido de la Ley del Catastro Inmobiliario (aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/2004, de 5 de marzo). Sobre la discutida naturaleza jurídica de estas ponencias, vid. BOSCH CHOLBI (2014) y TEJERIZO LÓPEZ (2016).

15 A favor de su naturaleza reglamentaria, vid. AYMERICH CANO (2000). En contra, GARCÍA LUENGO (2022: 23-52). A favor de la naturaleza reglamentaria de los pliegos de prescripciones particulares de la prestación de servicios portuarios, vid. la STS de 11 de enero de 2022 (ECLI:ES:TS:2022:80).

16 En relación con las circulares, instrucciones y órdenes de servicio, vid. la STS de 29 de abril de 2021 (ECLI:ES:TS:2021:1664). En relación con las relaciones de puestos de trabajo, vid. la STS de 5 de febrero de 2014 (ECLI:ES:TS:2014:902). En relación con las ponencias de valores catastrales, vid. la STS de 10 de febrero de 2011 (ECLI:ES:TS:2011:736).

17 SSTS de 7 de octubre de 2020 (ECLI:ES:TS:2020:3031), 14 de octubre de 2020 (ECLI:ES:TS:2020:3143), 14 de octubre de 2020 (ECLI:ES:TS:2020:3208), 29 de abril de 2021 (ECLI:ES:TS:2021:1499) y 6 de mayo de 2021 (ECLI:ES:TS:2021:1585).

18 Vid., por todos, GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2020); MUÑOZ MACHADO (2015: 19); ESTEVE PARDO (2021: 60). Sobre las diferentes opiniones doctrinales relativas a la «distinción entre acto y norma», vid. DOMÉNECH PASCUAL (2002: 179-195); MEILÁN GIL (2018: 17-147).

19 ECLI:ES:TS:2021:215. Las circunstancias del caso aparecen mejor descritas en la sentencia recurrida: la STSJ de Andalucía de 27 de diciembre de 2018 (ECLI:ES:TSJAND:2018:16916).

20 Vid. las SSTC 160/1985, de 28 de noviembre, y 32/1991, de 14 de febrero.

21 Ambas deficiencias son advertidas en el informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos Better Regulation in Europe: Spain 2010, pp. 17, 20, 21, 47, 48, 80, 83 y 91. Vid., también, BOIX PALOP y GIMENO FERNÁNDEZ (2020: 11, 40-47, 162-164).

22 Real Decreto 771/2017, de 28 de julio. Véase, también, el Real Decreto 1081/2017, de 29 de diciembre, por el que se establece el régimen de funcionamiento de esta Oficina.

23 Sobre la OIRA, vid. GRAHAM (2008) y SUNSTEIN (2013).

24 Art. 1.2 del Real Decreto 1081/2017.

25 DOMÉNECH PASCUAL (2014: 25-27).

26 Arts. 133.1 LPAC y 26.2 LG. Vid. CIERCO SEIRA (2017).

27 Arts. 132 LPAC y 25 y 28 LG.

28 Art. 26.3 LG y Real Decreto 931/2017, de 27 de octubre, por el que se regula la Memoria del Análisis de Impacto Normativo. En general, sobre todas estas novedades legislativas, vid., por todos, DÍAZ GONZÁLEZ (2016); ARROYO JIMÉNEZ (2017); BOIX PALOP (2017); CANALS AMETLLER (2019); PONCE SOLÉ (2019); BOIX PALOP y GIMENO FERNÁNDEZ (2020).

29 Vid., en este sentido, ARROYO JIMÉNEZ (2017); BOIX PALOP (2017); CANALS AMETLLER (2019); PONCE SOLÉ (2019).

30 BOIX PALOP y GIMENO FERNÁNDEZ (2020: 171) estiman que «cada norma, con vistas a su evaluación ex post, [debería] disponer de un buzón ciudadano de incidencias, críticas y propuestas de mejora permanentemente abierto».

31 SSTC 140/2016, de 21 de julio, FJ 13, y 157/2016, de 22 de septiembre, FJ 9.

32 Así lo advierte EMBID TELLO (2019: 17).

33 La STC 55/2018, de 24 de mayo, FJ 7.b) declara inconstitucional este precepto en cuanto que afecta a la potestad legislativa de las Comunidades autónomas.

34 Vid. también el art. 3 del Real Decreto 286/2017, de 24 de marzo, por el que se regulan el Plan Anual Normativo y el Informe Anual de Evaluación Normativa de la Administración General del Estado y se crea la Junta de Planificación y Evaluación Normativa.

35 Sobre este problema, vid. DOMÉNECH PASCUAL (2005: 143-145).

36 SAMUELSON y ZECKHAUSER (1988).

37 NICKERSON (1998).

38 NORTON, MOCHON y ARIELY (2012a y 2012b).

39 Vid. el art. 47.2 de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 (LPA) y el art. 62.2 de la Ley 30/1992, de 30 de noviembre, de Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común.

40 Vid. los arts. 106.2 LPAC; 26 y 27 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa (LJCA), y 6 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial (LOPJ).

41 Vid., entre otros muchos, GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2020); GÓMEZ-FERRER MORANT (1977: 388); COSCULLUELA MONTANER (2021); PAREJO ALFONSO (2021: 283); FERNÁNDEZ SALMERÓN (2002: 207-221); FERNÁNDEZ FARRERES (2020a).

42 Vid., por todos, GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2020).

43 GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2020).

44 GARRIDO FALLA (1963: 78-81); BOQUERA OLIVER (1996: 388 y ss.); ENTRENA CUESTA (1999: 124 y ss.).

45 DÓMENECH PASCUAL (2002).

46 En relación con los actos administrativos, vid., mutatis mutandis, BELADIEZ ROJO (1994) y DÍEZ SÁNCHEZ (2010).

47 Es el caso de las convalidaciones legislativas. Vid. DÓMENECH PASCUAL (2002); BOIX PALOP (2004).

48 En sentido similar, vid. CALVO CHARRO (1995: 272) y la STS de 8 de marzo de 2012 (ECLI:ES:TS:2012:1527).

49 Vid. las SSTS citadas en las notas al pie 48 y 56.

50 Vid. la STS de 25 de junio de 2013 (ECLI:ES:TS:2013:3577).

51 STS de 10 de febrero de 2015 (ECLI:ES:TS:2015:299).

52 SSTS de 25 de abril de 1964 (RJ 1932) y 17 de junio de 1970 (RJ 3133).

53 Vid. la STS de 29 de diciembre de 1986 (ECLI:ES:TS:1986:7432).

54 Vid., por ejemplo, las SSTS de 5 de octubre de 1988 (ECLI:ES:TS:1988:6841) y 6 de mayo de 1996 (ECLI:ES:TS:1996:2676).

55 Vid., entre otras muchas, las SSTS 23 de junio de 1973 (RJ 2731), 23 de septiembre de 1977 (RJ 3540), 24 de marzo de 1987 (ECLI:ES:TS:1987:2084), 26 de abril de 1988 (ECLI:ES:TS:1988:3014) y 28 de septiembre de 1994 (ECLI:ES:TS:1994:6089).

56 Vid., entre otras, las SSTS de 2 de noviembre de 1979 (ECLI:ES:TS:1979:1442), 25 de abril de 1983 (RJ 2036), 20 de julio de 1983 (RJ 3879), 2 de febrero de 1988 (RJ 1154), 5 de octubre de 1988 (RJ 7439), 2 de febrero de 1988 (RJ 1154), 16 de noviembre de 1992 (ECLI:ES:TS:1992:19394), 14 de octubre de 1996 (ECLI:ES:TS:1996:5532) y 27 de marzo de 1998 (ECLI:ES:TS:1998:2033).

57 Vid., entre otras, las SSTS de 20 de mayo de 1987 (RJ 3818), 6 de abril de 1987 (ECLI:ES:TS:1987:2430), 14 de marzo de 1988 (ECLI:ES:TS:1988:1804) y 31 de enero de 1989 (ECLI:ES:TS:1989:509).

58 Entre otras, SSTS de 23 de mayo de 1996 (ECLI:ES:TS:1996:3135), 20 de febrero de 1998 (ECLI:ES:TS:1998:1131), 7 de febrero de 2000 (ECLI:ES:TS:2000:802) y 9 de febrero de 2000 (ECLI:ES:TS:2000:905).

59 Vid., por ejemplo, la STS de 22 de abril de 1992 (ECLI:ES:TS:1992:11732), que declara que «cabe una aplicación analógica del art. 52 LPA [hoy, art. 51 LPAC] para la conservación de los actos anteriores» a la aprobación definitiva de cierto plan urbanístico.

60 Vid. las SSTS de 2 de marzo de 1988 (RJ 1774) y 12 de junio de 1989 (ECLI:ES:TS:1989:3489).

61 STS de 20 de diciembre de 1993 (RJ 623/1994).

62 STS de 17 de diciembre de 1999 (ECLI:ES:TS:1999:8147).

63 STS de 27 de mayo de 2018 (ECLI:ES:TS:2020:1300).

64 Vid., entre otras muchas, la STS de 29 de abril de 2021 (ECLI:ES:TS:2021:1679).

65 Vid., por todos, AGOUÉS MENDIZÁBAL (2014); REBOLLO PUIG (2018); VILLAR ROJAS (2021).

66 STS de 28 de septiembre de 2012 (ECLI:ES:TS:2012:6385).

67 Vid., entre otras, las SSTC 195/1998, de 1 de octubre; 208/1999, de 11 de noviembre, y 13/2015, de 5 de febrero.

68 Para más detalles, DOMÉNECH PASCUAL (2002: 497-511); ESCUIN PALOP (2012).

69 Sobre esta técnica interpretativa, vid., por todos, ARZOZ SANTISTEBAN (2021).

70 Vid., por ejemplo, las SSTC 50/1999, de 6 de abril, y 55/2018, de 24 de mayo.

71 Esta inconsistencia ha sido señalada por LÓPEZ RAMÓN (2018: 41-43).

72 SSTS de 28 de marzo de 2008 (ECLI:ES:TS:2008:1443), 27 de febrero de 2017 (ECLI:ES:TS:2017:623) y 24 de mayo de 2017 (ECLI:ES:TS:2017:2072).

73 Esta jurisprudencia ha sido criticada, entre otros, por GONZÁLEZ PÉREZ (1976); AGOUÉS MENDIZÁBAL (2013: 207-211); y DÍAZ GONZÁLEZ (2014).

74 STS de 20 de julio de 2016 (ECLI:ES:TS:2016:4041). Vid., también, entre otras, las SSTS de 25 de octubre de 2007 (ECLI:ES:TS:2007:7353), 26 de diciembre de 2007 (ECLI:ES:TS:2007:8964), 6 de julio de 2010 (ECLI:ES:TS:2010:4270), 7 de junio de 2017 (ECLI:ES:TS:2017:2312), 13 de mayo de 2019 (ECLI:ES:TS:2019:1478) y 6 de noviembre de 2020 (ECLI:ES:TS:2020:3721).

75 Vid. la STS de 27 de mayo de 2018 (ECLI:ES:TS:2020:1300).

76 SSTS de 22 y 23 de abril de 2014 (ECLI:ES:TS:2014:1489 y ECLI:ES:TS:2014:1684).

77 SSTS de 22 de julio de 2021 (ECLI:ES:TS:2021:3268) y 15 de septiembre de 2021 (ECLI:ES:TS:2021:3530).

78 SSTS de 19 de mayo de 2020 (ECLI:ES:TS:2020:1003) y 2 de julio de 2020 (ECLI:ES:TS:2020:2059).

79 Vid. el art. 164.2 CE y el art. 71.1.a) LJCA.

80 En sentido similar, BAÑO LEÓN (2019: 56-60), quien advierte que «cuando un juez declara la nulidad de un reglamento, pero limita sus efectos… está simplemente fijando el alcance de la nulidad» (p. 56).

81 Para más detalles, DOMÉNECH PASCUAL (2002: 288-289 y 336-339).

82 STS de 27 de mayo de 2020 (ECLI:ES:TS:2020:1300). Según ALENZA GARCÍA (2017: 2109), no cabe la subsanación de reglamentos «porque no está prevista legalmente y porque los vicios de invalidez en que pueden incurrir son todos de nulidad absoluta». En opinión de CANO CAMPOS (2017: 13), «la ausencia de una norma que atribuya el poder para convalidar por subsanación los actos nulos de pleno derecho determina la incompetencia de la Administración» a estos efectos.

83 Vid. DOMÉNECH PASCUAL (2002: 399-400).

84 Vid. DOMÉNECH PASCUAL (2002: 413-425).

85 Así lo considera también la STC 231/2015, de 5 de noviembre, FJ 4.

86 Así lo entiende también ALENZA GARCÍA (2017: 2076), con cita de la STS de 4 de marzo de 2002 (ECLI:ES:TS:2002:1510).

87 FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2013, 2017 y 2020); SANTAMARÍA PASTOR (2014 y 2016); DEL SAZ CORDERO (2014); FERNÁNDEZ GARCÍA (2016); SORO MATEO (2017); BAÑO LEÓN (2017a, 2017b y 2019); DE COMINGES CÁCERES (2017); GONZÁLEZ SANFIEL (2017 y 2018); LÓPEZ RAMÓN (2018 y 2021); PASCUAL MARTÍN (2019b); VALENZUELA RODRÍGUEZ (2019); PAREJO ALFONSO (2020); ALONSO MAS (2020); MARTÍN ROS y MARTÍN VALDIVIA (2021). Resulta significativo que se haya mostrado crítico incluso un profesor de Derecho administrativo que hasta hace poco era Magistrado de la Sala Tercera del Tribunal Supremo: SUAY RINCÓN (2020: 206-210).

88 Vid. MUÑOZ MACHADO (2015: 326-335); AGOUÉS MENDIZÁBAL (2017); GARCÍA PÉREZ (2018: 324); MARTÍN REBOLLO (2019) y, especialmente, LÓPEZ RAMÓN (2018 y 2021).

89 Vid. GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2020); FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2020); PAREJO ALFONSO (2020 y 2021: 283); FERNÁNDEZ FARRERES (2020a y 2020b).

90 MARTÍN REBOLLO (2019); TORNOS MÁS (2019); BAÑO LEÓN (2019); TESO GAMELLA (2019); TOLOSA TRIBIÑO (2019a).

91 En palabras de FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ (2020).

92 Boletín Oficial de las Cortes Generales. Congreso de los Diputados, XII legislatura, serie B, núm. 319-1, 15 de octubre de 2018.

93 Así lo sugiere la exposición de motivos de la Proposición: «esta heterogeneidad en el contenido de los planes debería reflejarse en las distintas consecuencias de su anulación. No deben ser las mismas cuando se anulan determinaciones normativas que cuando lo son otras sin ese carácter, tal y como sucede con carácter general en el resto del ordenamiento jurídico. Para decirlo con mayor claridad, la nulidad absoluta y la imposibilidad de subsanación que se predica de la invalidez de las disposiciones generales no deberían aplicarse, sin más, a la anulación de determinaciones que son resoluciones administrativas de carácter general o particular, o a los vicios formales en que se haya incurrido en la tramitación».

94 En sentido similar, PASCUAL MARTÍN (2019a: 7).

95 Supra, 7.4.4.

96 Así lo advertía GONZÁLEZ PÉREZ (1999: 674 y 689).

97 También han propuesto esta solución GARRIDO FALLA (1997: 105 y 107) y BOQUERA OLIVER (1999: 36).

98 DOMÉNECH PASCUAL (2002: 127-178).

99 Loi n° 94-112 du 9 février 1994 portant diverses dispositions en matière d’urbanisme et de construction.

100 Art. L600-9 del Code de l’urbanisme, introducido por la Ley n°2014-366 de 24 de marzo de 2014 - art. 137 (V), y redactado según la Ordenanza n°2015-1174 de 23 de septiembre de 2015 - art. 8.

101 Arts. 143.º y 144.º.1 del Código do Procedimiento Administrativo (DL n.º 4/2015, de 7 de enero).

102 Art. 74.º.1 del Código de Processo nos Tribunais Administrativos (DL n.º 214-G/2015, de 2 de octubre).

103 Art. 144.º.2 del Código do Procedimiento Administrativo y art. 74.º.2 del Código de Processo nos Tribunais Administrativos.

104 Artículo 76.º.1 del Código de Processo nos Tribunais Administrativos.

105 Artículo 76.º.2 del Código de Processo nos Tribunais Administrativos.

106 Vid., por ejemplo, San Diego Navy Broadway Complex Coalition v. U.S. Coast Guard [2011 WL 1212888 (S.D.Cal. 2011)]; HICKMAN y THOMSON (2016).

107 LEVIN (2003); RODRIGUEZ (2004); DAUGIRDAS (2005); TETTLEBAUM (2012).

108 GRAHAM (2021).

109 Vid., entre otros muchos, POPELIER, VERSTRAELEN, VANHAULE y VANLERBERGHE (2014).